domingo, 16 de junio de 2013

Nuestras consignas para Escrituras del recuerdo



Escribir un recuerdo a partir de palabras dadas.  



"Dale que llegamos tarde", escuché a lo lejos. Hacía tanto frío fuera de las sabanas... En momentos como éstos, a uno le encantaría tener la capacidad de frenar el tiempo. ¿No es cierto?
"Buen día", le susurré y me sonrió con sus ojos, gastados de tantos abrazos. Tenía las orejas hacia atrás, un bigote menos y una panza inflada con mucha personalidad.
De a poco fui sacando mi cuerpo del enorme capullo de tela caliente (y lo arrepentida que estuve). El cuarto seguía oscuro. Sólo se asomaban unos débiles rayos de luz a través de la persiana mal cerrada. Apoyé mis pies sobre el suelo helado y caminé rápidamente hacia mis pantuflas, que había dejado demasiado lejos la noche anterior. Palpé con mi pie hábil el piso y sentí la tela suave, azul y desprolija de una de ellas. La otra no aparecía. Debe de estar bajo el mueble, pensé. Apoyé las rodillas aún dormidas sobre el suelo; entre mis dedos sentí lo mismo que sobre mi pie.
La leche en mi taza verde estaba caliente y de ella se asomaba una montaña de espuma color algodón. (Dos cosas que me siguen divirtiendo hasta hoy: calentar las manos tomando con ambas palmas la taza caliente y ver cómo el azúcar forma un empalagoso cráter en la bebida vaporosa).
Saludé a mi papa que se iba a trabajar con la corbata que yo le había elegido y me dirigí de la mano de mi mamá hacia mi cuarto. Ella me había preparado la ropa que vestiría ese día: un delicado vestido azul marino de corderoy, unas chatitas negras y un hermoso y gigante moño de estampado escocés de tonos rojos, azules y amarillos. Me tocaba escoger a mí las medias largas. Fui al cajón y saqué unas blancas que tenían los tobillos y las rodillas ásperas de tanto jugar.
"Dale que llegamos tarde", me dijo otra vez. Ya tenía todo: los dientes limpios, el peinado listo, la mochila cerrada, los zapatos puestos y el sueño lejos. Nos dirigimos hacia la puerta, sin olvidarme las monedas para el colectivo y con algunos centavos de sobra.
Pero, en ese momento, abrí grandes los ojos y salí disparando hacia mi cuarto.
Ahí estaba él, tranquilo, feliz y sonriente como siempre; sabía cómo aliviar mis lágrimas, potenciar mis risas y generar mis sueños. Y ahí estaba, mirándome. Lo apreté contra mi pecho y le di un par de besos. Lo acomodé sobre mi cama y antes de salir del cuarto lo miré una vez más.

Prometí volver pronto, él prometió esperarme ahí.

Marion Peralta. 2015
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Abuelo
Dentro de la casa no se podía distinguir qué estación atravesaba el año. El aroma que emanaba de las paredes era siempre frío y húmedo. Las plantas marcaban senderos sobre los ladrillos y dejaban asomarse de vez en cuando algunas de las caretas de títeres colgadas. Las habitaciones tenían techos altos y en los bordes se podían distinguir decoraciones de enredaderas de cemento. Las puertas también eran altas y todas de madera, con una manija pesada de bronce. Había cuartos a los cuales prefería no visitar, oscuros, llenos de polvo y muebles grises.
Me gustaba ir al último piso de la casa. Subía por la escalera angosta, llena de curvas y de escalones helados. Cuando llegaba al último escalón, ya se asomaban cuadros pintados y por pintar, pomos usados y por estrenar. Algunos retablos, cajones desbordados de pasteles al óleo, pinceles de todos los tamaños, apoyados sobre las mesitas del lugar y otros tirados sobre el suelo. Todo ese desorden me resultaba muy tentador. Y él nunca me decía nada, pero yo sabía que disfrutaba al verme tentada por todos esos materiales. Entonces cuando subía, no me decía nada. Me acompañaba para evitar accidentes y me dejaba inspeccionar. Luego se ponía a trabajar, conmigo de cómplice.
Cuando él pintaba, trazando siluetas y colores, yo me asomaba en puntas de pie y observaba cómo se mezclaban los líquidos sobre la madera, creando colores desconocidamente hermosos. Siempre se lo notaba muy concentrado y libre. El marco parecía  muy pequeño ante tanta inspiración.
Sus dedos eran arrugados y canosos, pero su precisión era admirable. No lograba ver sus ojos azules, porque la luz hacia que sus anteojos gruesos se iluminen. Tatareaba tangos, por instantes se le escapaban versos que evocaban un amor perdido, una flor o una muerte, y le gustaba cantarme el que llevaba mi nombre.
Ese día hundí mi dedo índice en ese maravilloso índigo. La sensación siempre fue única. Las ganas y la ansiedad de posar el color sobre alguna superficie me brotaban por todo el cuerpo. Y sucedió, fui dejando mi huella sobre la tela. No dijo nada ante la invasión artística y nuestros mundos se unieron.
Su dibujo mostraba el Sena en otoño, transitada por mucha gente. Había vendedores ambulantes, artistas, parejas, plantas y animales. Mis anfitriones eran de tamaño reducido, carecían de ciertos aspectos fisionómicos o extremidades disparejas, pero tenían un aspecto simpático. Compartían un espacio de césped y la sombra de un gran árbol con los demás.
“Vamos, hay que dejar que se seque para poder agregarles más detalles”, me explicó. Lo miré, le sonreí y le tomé la mano dejándolo lleno de témpera. Bajamos del comedor, donde nos esperaban mis padres, tíos y primos, con un plato caliente de ravioles caseros con crema de verdeo. Era domingo.
 Marion Peralta, 2015

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Arena, sol y… ¡Aguavivas!

Era una mañana de febrero, muy calurosa por cierto. En la playa el sol brillaba, mientras las olas iban y venían. En sus viajes traían piedritas, caracoles y otras cosas. ¿En qué ciudad balnearia estábamos de vacaciones? Pudo haber sido San Bernardo, Santa Teresita o San Clemente del Tuyu. En cualquiera de esas hermosas ciudades hemos estado más de un verano. Sombrillas, personas bañándose de sol y chicos construyendo grandes castillos y esculturas de arena.
Yo estaba haciendo un pozo. Me encantaba hacer pozos y ver aparecer el agua en el fondo de ellos. Mi papá me ayudaba. Siempre me ayudaba, mis fuerzas se acababan en las primeras paladas. Con entusiasmo cavamos. Arena por aquí, arena por allá, pero el agua no llegaba. Estábamos lejos del mar, y el agua no llegaba. Entonces se me ocurrió una fantástica idea: ¿Y si lo llenaba con agua de mar yo misma? Allí fui, con mi balde en mano directo al mar. Caminaba con apuro y algo de ansiedad. Desde la sombrilla, mis papás me observaban. Toda animada, iba en cada paso que daba, hasta que, de repente, me encontré con ella.



No sé qué era. Parecía un gel, pegajoso y transparente, de forma circular. Me quedé petrificada ante tal descubrimiento. ¿Qué era eso asqueroso? Me agaché y me quede mirándolo por unos instantes. La curiosidad y el miedo me invadieron.  Cuando logré levantarme, miré a mi alrededor y para mi sorpresa descubrí que no era la única que había. Era la primera vez que veía algo así. A lo lejos, algunas personas las tapaban con arena, otras las partían al medio con las ojotas o las palitas de sus hijos. Salí corriendo buscando a mis papás.
-¿Qué es eso?- Pregunté.
-Un aguaviva, tené cuidado que pican- Me respondió mi papá. 
- ¡Cuidado! ¡No la toques! ¡No te acerques! Que te pica, que te muerde, que te arde, que después tenemos que ir al médico, que hay que ponerte arena- Agregó mi mamá, y continuó - ¡Todo debe estar infectado de bichos, no te vas a poder meter al mar!
Me aterré. No me dejaron volver al mar. Alguna marea los había traído.
-¡¿Hasta cuándo no me puedo meter al mar!? ¿Y la gente que está ahí? Mirá- rezongué mientras señalaba a los valientes que se bañaban igual en el mar.
Pese a mi queja, mi mamá me ordenó que no me metiera y me señalo una joven que salía tocándose su pierna y llorando. La había picado un aguaviva.
No sé por qué, pero desde ese día cada vez que veo unos de estos bichos marinos huyo. Pánico me dan y mucho enojo. Nos roban nuestras vacaciones, se apoderan de nuestro mar. Bueno, nuestro es una forma de decir. Pero sí se apoderan de él y nos dejan afuera. Ese verano hubo muchas jornadas con aguavivas en el mar, y mis días de playa sólo fueron de arena. Sin embargo, como deben ser las vacaciones, fueron de disfrute y de descubrimiento.

Carnovale Eva, 2015

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Viaje hacia nosotros

Partimos hacia Colonia, buscando unos días de descanso de la cotidianeidad. Unos cuatro días nomás, sólo para retomar algo de fuerzas y poder continuar lo que restaba del año. Ese verano no nos habíamos podido ir de vacaciones y el cuerpo y el alma lo sentían. El viaje fue rápido. En menos de una hora estábamos allá. Fuimos en barco. No era mi primer viaje en así, pero lo disfruté como si lo fuese. Lo recorrimos de punta a punta, deteniéndonos en cada ventanal para observar al río convertirse en mar.
Una vez en Colonia, anduvimos por acá y por allá. Y llegamos a la playa. Era una playa distinta, no se parecía a ninguna de las que habíamos estado antes. Era de río, digamos que era un priyo. El lugar era soñado, desbordaba de paz y bienestar. Con su gruesa arena y el agua tan serena, nos invitaba a descansar tomando mate o alguna cerveza. El sol resplandecía sobre las piedras. Cada tanto se escondía detrás de una nube. La geografía del lugar nos ocultaba de los autos y casas vecinas. Era otoño, pero la temperatura nos permitía estar en malla.
Tal vez por ser un día laboral o un lugar alejado del conglomerado de la ciudad, los presentes no sumábamos más de quince personas. En su mayoría, adultos, digamos que adultos mayores, más bien. Éramos realmente muy pocos, y la amplia playa hacía que pareciéramos aún menos. Los que sí no se alejaban demasiado eran los perros del lugar. Nos hacían compañía, al mismo tiempo que nos pedían alguna galletita. Iban y venían entre nosotros, alimentándose de nuestras provisiones.
En ese micro espacio, destinado a perpetuar el tiempo, nos llenamos de sol, de agua y de alegría. Nos reímos, nos besamos, y planeamos mil viajes más. Nos quedamos detenidos en el tiempo. Recuperamos fuerzas e ideas para seguir con la ajustada rutina de la vuelta. Nos llevamos algunas pequeñas piedras guardadas en la mochila y dejamos algunas otras escondidas en el río. Ése era nuestro último día. Sentados en la orilla, mirando cómo las leves olas iban y venían, nos prometimos volver en unos años para buscar el tiempo que escondimos por allá.


Eva Carnovale, 2015

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Mi Infancia en el club

Siempre que me junto con mis amigas de la infancia añoramos los años hermosos que vivimos en el Club Arquitectura.
Desde que tengo uso de razón, con mi familia vamos al club. Se que mis papás se hicieron socios cuando mi hermano mayor, Diego, tenía 5 años y quería comenzar a jugar al fútbol, motivo que llevó a mis papas a ir a averiguar al club (que estaba a una cuadra de su casa).

Pasaba días enteros allí adentro. Durante la semana iba después del colegio, cuando no tenía mucha tarea, ni el cumpleaños de algún compañero/a.

Sin embargo, los fines de semana íbamos a almorzar con mis papás y hermanos y pesábamos hasta la noche ahí.

Mis hermanos desde pequeños hicieron fútbol, eso implicaba que todos los sábados juegaban partido. Yo siempre iba con mi mamá a verlos. Cuando comencé la primaria, arranqué a jugar al hockey porque era el único deporte para mujeres en el club. Ahí hice muchas de mis actuales amigas, pero el deporte no me gustaba así que lo dejé.
Los fines de semana, después de almorzar, nos juntábamos con mis amigas a jugar en la placita del club o en el solárium de la pileta (que fuera de temporada de la pileta se encontraba cerrado). Pasabamos horas bailando y riéndonos. Nos encantaba inventar coreografías.
Mi grupo de amigas se fue ampliando, éramos alrededor de 10 y se comenzaron a sumar los chicos de fútbol. Yo siempre tuve relación con los chicos, porque eran amigos de mi hermano Ramiro (que me lleva 1 año) y venía seguido a mi casa.
Fuimos armando un lindo y grande grupo de amigos. Ya terminando 7mo. Grado, comenzaron los primeros bailes, los lentos y noviazgos…Los fines de semana no faltaban las “patiadas”, como le pusimos con mis amigos a los encuentros que organizábamos en los quinchos del club y comíamos hamburguesas.
En esos años, conocí a Pablo, que en ese entonces era mi amigo, y por cierto muy simpático y molesto, se la pasaba haciendo chistes. Pablo fue mi primer novio, a los 16 años, y lo sigue siendo y convivo desde un par de meses con él.
Creo que mi paso por el club me marcó mucho. Siempre agradezco a mis viejos por haberme brindado ese espacio maravilloso y que me permitió conocer y socializar con tanta gente importante, hoy y en ese momento en mi vida. Si hay algo que puedo afirmar es que el club no es un lugar para gente que le guste estar solo.

Eugenia Laise, 2015

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Mañanas de sol

En el 2007, arranqué a cursar el CBC en Drago para la carrera de Trabajo Social. La sede de Drago era la que más cerca me quedaba de mi casa. Me gustaba el CBC, me cruzaba a muchos amigos de diferentes lados y estaba bueno cursar materias con personas que hacían carreras diferentes a la mía, sentía que cada uno aportaba algo diferente, según sus intereses y gustos.
En el primer cuatrimestre, armamos un lindo grupo con varias compañeras y un compañero que compartimos todas las materias juntos. También en el segundo cuatrimestre compartimos las mismas materias, eso hizo que se afianzará mucho más nuestra relación.
Era mucho más lindo ir al CBC cuando sabía que un grupo me estaba esperando. Cursábamos por la mañana casi todos los días. Nos organizábamos para llevar mate y galletitas para desayunar en las clases. También organizábamos para juntarnos a comer los fines de semana y, por supuesto las juntadas de estudio antes de los parciales.
El viaje hasta el CBC implicaba que tuviera que caminar alrededor de 10 cuadras hasta la parada del colectivo 107 o 114 que me dejaban en Drago. Muchas veces, mi papá me alcanzaba hasta el colectivo, ya que entraba a las 7.00 de la  mañana y en invierno hacía mucho frío para caminar.
El sábado, era el día que desde el 2006 yo concurría al colegio Filli Deii, en la villa 31 del barrio de Retiro para dar el taller de apoyo escolar junto con unas amigas. Cuando me enteré de que iba a tener que cursar los sábados en Drago a las 7.00 de la mañana hasta las 10 pensé como iba a hacer para estar a las 11 dando el taller. Sin embargo, con el tren Suarez llegaba sin problema.
Era la primera vez que viajaba en tren. Al principio me daba un poco de miedo, pero creo que era ese miedo a lo desconocido. Yo tenía 18 años y nunca me había subido a un tren. La realidad es que siempre me trasladaba en el auto de mis papás o caminando, ya que mi colegio primario como el secundario me quedan a cuadras de mi casa.
Disfrutaba muchísimo ir al apoyo escolar, no tanto por estar sentada ayudando a los chicos a hacer sus tareas, sino por el intercambio que se daba con ellos. Fuimos generando un lindo vínculo y ellos me contaban cosas importantes de su vida.  Después de un tiempo, ese espacio se fue transformando en talleres recreativos (teatro, danza, macramé), aunque sosteniendo el apoyo escolar ya que los chicos lo demandaban mucho. Fuimos sumando a más amigas y amigos que les gustó la idea y se coparon en venir a dar algún taller.
Los sábados terminaba muy cansada, solía volver a mi casa a la tarde. Aunque después de volver de Retiro, siempre arreglaba con mis amigas para juntarme a merendar o cenar y después salir algún lado.
Esos años los recuerdo con mucha alegría. Primero, porque fue todo un cambio- para mi muy positivo- dejar el secundario atrás y empezar el CBC, que no tenía nada que ver con mi secundario.  Y por otro lado, porque decidí que quería seguir trabajando voluntariamente en la villa 31 y para esto con mi grupo de compañeras tuvimos que  comenzar a organizarnos para poder financiar nuestros talleres.

Eugenia Laise, 2015

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Ese verano en lo de mi tía

Casi todos los veranos, desde que soy pequeña, voy a Entre Ríos a la casa de mi tía Susana. Siempre que la visito hago lo mismo, la ayudo en tareas de la casa, pero más relacionadas con el campo. Me levanto temprano, ordeñamos las vacas, sacamos los huevos que ponen las gallinas, plantamos verduras, sacamos las frutas maduras de su limonero y del naranjo.
Como todas las mañanas, ésa me desperté temprano y fui al gallinero más tarde porque me había quedado hablando con mi prima. Salí al jardín y vi cómo el perro de mi tía estaba siguiendo una gallina.  No sé el momento ni el porqué pero la gallina me empezó a seguir.


Corrí tanto, para poder escapar de la gallina que me terminé cayendo en el barro. Me levanté y fui a contarle a mi mamá lo que me había pasado. En el momento en que me vio se empezó a reír (No sé cuánto tiempo se habrá reído), y después me dijo: “¿Estás bien?”. Le conteste que no. Me hizo entrar a la casa y me bañó ella porque yo tenía seis años, no podía sola.
Tanto susto me había quedado que al año siguiente, cuando volvimos, tenía un miedo enorme de acercarme a las gallinas. 

Bárbara Benitez, 2015

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 La historia de un “machete”

Hace más o menos tres años, en la escuela secundaria, yo cursaba tercer año. Ese día teníamos prueba de Biología. La profesora nos había dado los temas a estudiar y como era de a dos, con una amiga decidimos que cada una estudiaría una parte.
Cuando llegó el día de la prueba, los temas que a mí me tocaron estudiar y que en mi casa los sabía, como me pasa normalmente, se me olvidaron  al ingresar al colegio y sentarme en la silla.
Mi compañera del grupo,  había estudiado, pero justamente la pregunta que le pedí que hiciera hasta que yo me tranquilizara y me pudiera acordar mis temas, no la sabía.
Me había llevado unos pequeños papelitos con los distintos temas anotados por si no nos acordábamos algo. Y ante esta situación, no nos quedó otra que recurrir a ellos.
- Lu, sacá los papeles que trajiste – me pidió Ariana.
- No los tengo yo –le contesté.
Y entonces,  Ariana empezó a buscarlos. Por fin los encontró y me empezó a dictar, pero la profesora pasó y lo descubrió debajo de la hoja de evaluación.
-Chicas, ¿todo bien? –pregunto la profesora, mientras, descubría el papelito que teníamos debajo de la hoja.
Nosotras: - No sabíamos dónde meternos ni qué decir. La profe nos pidió que no lo hiciéramos más y nos sacó el papelito.
-Sigan haciendo la evaluación – nos pidió.
Con el paso del tiempo logré tranquilizarme, recordar algunas preguntas y las fui contestando.
La prueba constaba de siete preguntas y nosotras habíamos contestado bien cuatro, el resto no lo sabíamos. Pero como no llegábamos a aprobar, decidimos recurrir nuevamente a la ayuda que teníamos. Tuvimos tanta mala suerte que uno de los papeles se nos cayó al piso justo cuando pasó la profesora.
- Chicas, ¿otra vez? –Nos reto. Vengan la próxima semana que les voy a tomar oral y me tienen que estudiar el mapa de Europa y África – agregó la profesora.
A la semana siguiente, con mi amiga habíamos arreglado que cada una estudiaría un continente, a ella le tocó África y a mi Europa. Después de todo lo que nos había pasado estudiamos muchísimo más y cada una sabía su mapa.
Cuando llego el día de rendir, la profesora nos invito a explicar los mapas.
 Ariana, vos el de Europa y Luján vos el de África. – nos dijo la profesora.
-  Profe cada una estudió al revés, ella hizo el de África y yo el de Europa. – le contesté  yo.
-  Yo no dije que estudiaran así, tienen que saber las dos los dos mapas. –contestó ella.
Conseguimos aprobar después de dos horas de estar con los mapas y que la profesora nos hiciera memorizar los países.
Ese día nos quedó en la memoria, porque la pasamos muy mal, además nos hizo aprender la lección. Y hoy en día si me quiero ayudar con algún machete, no puedo porque ya quedé traumada.
Luján Ocampo, 2015
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Cuando nos vinimos a vivir a Buenos Aires, solo tenía siete años, era todo nuevo para mí, y una de las primeras cosas que hice cuando llegué, fue viajar en tren. Al principio, me daba miedo, pero agarré fuerte la mano de mamá y me animé a subir. Mi tía Elena nos preguntaba cómo estábamos, si habíamos viajado bien y muchas cosas más.
Cuando subimos al tren nos sentamos los cuatros juntos, mi mamá, mi tía y mi hermano. Fue un viaje no tan largo, ya que nos subimos en Retiro y nos bajamos en Villa Pueyrredón.
En el transcurso del viaje, no paré de mirar el paisaje y de preguntar cosas como por ejemplo “¿Ya llegamos?” Y siempre recibía la misma respuesta: “Yo te voy a avisar “.
En todo el viaje no le solté la mano a mamá. Y le pregunté:
- ¿Cuándo vamos a volver a la casa de mi abuela Ramona?
Y me dijo:
-Dentro de poco, hija.
Ante esa respuesta, seguí mirando el paisaje, pero no estaba muy contenta de estar ahí. Yo quería volver a mi casa para poder jugar con mis primos, pero si mi mamá nos había llevado ahí, era por algo. Y no hice muchas preguntas.
Cuando bajamos del tren, ella me dijo que todo iba a estar bien, que cuando llegáramos a la casa de mi tía íbamos a llamar a mi abuela, ya que yo no dejaba de preguntar por ella. Ese viaje en tren no fue un momento de felicidad para mí, ya que no era lo que quería, y tardé mucho tiempo en entender por qué estábamos ahí.

Yamila Roldán, 2015

El Tren

Caminábamos una de esas mañanas otoñales de sol, haciendo crujir las hojas ocre durante esas cuadras que nos destinaban a la estación Florida del tren Mitre.
Esa estación que tanto simboliza, que representa tantos momentos con la abuela. Llegamos, mis hermanos, yo y mi abuela. El tren se asomaba después de unas largas campanadas que nos adelantaban su llegada.


Subimos. Sentados estábamos, charlábamos, mientras mirábamos por las ventanas. Todo era digno de asombro, para nosotros pequeños ahí, casi inexpertos en el mundo que estaba más allá de nuestro barrio.
Llegar a la terminal de Retiro, con tanta gente que va de un lado para el otro. Nosotros guiados por ella, llena de paciencia.
Caminamos hasta el subte, el tren que paseaba por debajo de la ciudad, subir y combinar, alcanzar finalmente la Buenos Aires, pasear sus peatonales, su Catedral, su Plaza de Mayo y su Cabildo, entre otros lugares.

Y así, andábamos, y así ando, recordando esos momentos, ella y nosotros, ella tan linda y dulce.

Laura Kryzanowski, 2015
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Todavía recuerdo ese momento como si fuera ayer. Yo, con tan solo dos años, sentada en la falda de mi abuelo, contando con los dedos hasta tres…
En realidad debería haber empezado contándoles que siempre fui fanática de la sandía. ¿Y cómo no serlo? Si mi mamá, la mamá de mi mamá, y la mamá de la mamá de mi mamá se desesperan (o desesperaban) por los melones de agua.
Cada cambio de estación, elegimos en familia el momento para volver a comer esas frutas que no conseguimos el resto del año. Y como sucede con las pasas de uva en Año Nuevo, cuando llega el turno de la sandía en verano, compramos una bien grande, la dividimos en tres partes iguales (de más está decir quién se queda con el trozo más colorado), y antes de dar el primer bocado, pedimos en silencio y cerrando los ojos tres deseos cada una.
-"Uno, dos…"- Estoy segura de que eso estaba diciendo con mis dedos mientras pedía los deseos en secreto, aquel día sentada en la falda de mi abuelo, con un pedazo de sandía frente a mi cara. O al menos eso pienso al ver la foto veinticuatro años más tarde.
Sin embargo, todavía recuerdo ese momento como si fuera ayer.

Nadia Puértolas, 2013


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La leche
             
Mi madre sabía que esto de ser mamá primeriza de mellizas iba a traerle algunas “complicaciones”, pero muchas anécdotas lindas también. Al tratarse de un parto, no sólo múltiple, sino además prematuro -de siete meses y medio-, no bastaba sólo con amamantarnos, (que de por cierto lo hizo por un lapso corto de tiempo), sino que a su vez debía darnos un complemento con mamadera.
            Me cuenta siempre que era algo habitual el llanto de una de nosotras, mientras la otra era amamantada, por la simple razón de que ésta última debía esperar, no sólo a que la primera terminara, sino también a que mi mamá registrara correctamente cuánto le había dado de cada teta (en cantidad de tiempo).
            Teníamos, a su vez, un parecido a mi papá, según sostiene él: la desesperación y ansiedad a la hora de comer, cuando veíamos la mamadera o la comida. La frase típica de mi abuela: “Daba placer verlas comer, lo grande que abrían la boca, sin dar ningún tipo de trabajo”.
Aquella foto de ese primer veraneo en Mar del Plata, a los ocho meses, resume todo lo hasta aquí mencionado, con ese gorrito floreado y el bombachudo haciendo juego y, por supuesto, la cara llena de arena. Hasta que no se decidían a darnos el yogurt o la leche que tenían que esconder debido a nuestra desesperación al verlo, nos entreteníamos comiendo arena porque, como dice mamá: “Si era por ustedes comían a toda hora”.



Carolina Valletta, 2013
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Cuando era chica, con mi familia íbamos a un lugar que se llama Club de Campo El Alazan, localizado en Pilar. Íbamos todos los fines de semana sin excepción. Allí se encontraba una laguna, que para ser honesta no era de lo más lindo que había; de todas maneras amaba ir a jugar ahí con mis amigos a pescar o simplemente ver las nutrias pasar.

                                                                                   Lucía Postiglione, 2013
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Cuando era chica a la hora de la siesta molestaba mucho a mis abuelos haciéndoles bromas para no dejarlos dormir, hasta que en un momento me cansaba y me quedaba dormida en el piso al costado de la cama de ellos.

Mis abuelos, al no poder dormir la siesta por molestias mías, se levantaban a tomar unos mates en el patio de la casa.


Agustina Martinez, 2013

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Sabía que cuando quedaba tan sólo una hoja en un almanaque que se encontraba colgado en la pared de mi cocina, ya se aproximaban nuestras vacaciones familiares.
Me alcanza con tan sólo cerrar los ojos para verme como una niña de 5 años junto a mi papás, yendo de vacaciones a Mar del Plata, es sentir aún en el aire el aroma del tapizado colo bordó brillante del Peugeot 404 de mi papá, es volver a escuchar a mi mamá cantar los temas de Valeria Lynch una y otra vez.
Mi papá jugaba conmigo en la playa, haciamos castillos en la arena y los decorábamos con caracoles que juntábamos a la orilla del mar.
Los años pasaron y mi padres lamentablemente decidieron seguir sus vidas por separados, ya no hubo más vacaciones en familia como la que aquellos años, pero tengo los más hermosos recuerdos de mi infancia vivida junto a ellos, guardados en mi alma y corazón.
Pasaron mucho años y hoy la que juega en la playa junto  su hijo soy yo, y cada vez que miro hacia el cielo puedo sentir que mi papá sonrie junto a nosotros.


Romina Pópolo, 2013

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Hay una mochila


Ni bien leí la palabra, a mi mente vino la imagen de una mochila que tanto le había pedido a mi mamá que me comprara, era negra con dos tiras de soga blanca, en el medio un dibujo de Garfield, con campera verde marino. Recuerdo que pasaban los días pero no la obtenía.
Una calurosa y lluviosa mañana, bajo unas sandalias mías había un regalo, era el día de los Reyes Magos. Sin esperar encontrar algo en especial, me apresuré para abrir el paquete. ¿Cómo describir mi cara al ver la mochila que yo tanto deseaba? Al igual que una madre mira a su bebé, al igual que una novia frente al altar, al igual que un gol de tu equipo favorito, en fin fue así, solo sonreír.



Melody Barbieri

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Aún lo recuerdo

En el año '99 me fui de vacaciones con mi familia a Mar del Plata. Los días que nos tocaron fueron realmente hermosos, todos soleados, de mucho calor; como me gustan a mí, para poder tomar sol todo el día y meterme al mar.
Cada vez que llegábamos a la playa, junto con mi hermana mayor, nos poníamos a buscar en la arena caracoles, cangrejitos o cualquier otro bichito que apareciera y los guardábamos en una bolsa.
En uno de esos tantos días, mientras buscábamos, encontramos un aguaviva muy grande y decidimos ponerla en un baldecito con arena y agua para que no se muriera. Ya venía decidida a llevármela a casa, como todo animalito que encontraba en el camino.
Cuando volvimos a casa, en Buenos Aires , el pobre bicho ya estaba muerto;  después de tenerlo tanto tiempo en el balde. Yo estaba  muy encariñada y daba lastima. Entonces a mi hermana se le ocurrió tirarlo por el inodoro.
Recuerdo que ese día me enojé mucho con ella, ya que no me lo había consultado. Al día de hoy lo recuerdo como un hecho gracioso y como una de mis tantas anécdotas  sobre mis mascotas.

                                                                                                           Flavia Gentile, 2013

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Siesta

Cada tarde durante la semana, la hora de la siesta se convertía en una tortura.


¡Yo quería jugar! No quería dormir. Prefería ver televisión, salir a jugar en el patio, inventar historias con mis “Pini-Pon”, cocinarle a toooodas mis muñecas, leer cuentitos, de todo prefería, menos dormir.
Pero mamá insistía en obligarme a hacer la siesta. No me dejaba sola en mi habitación porque me hacía la dormida, y al rato, cuando ella se iba, me levantaba a jugar. Después de descubrirme varias veces, el lugar obligado para tan penoso acontecimiento rutinario pasó a ser la habitación de mamá y papá. Ahí era mucho más aburrido todavía. Me encontraba sola, en la “cama grande”, con un silencio atroz, a veces la luz del sol se filtraba por las hendijas de la persiana y me entretenía mirando las pelusitas que volaban por dónde entraba la luz. Todo ahí era aburrido, y la historia era la misma:
YO NO QUERÍA DORMIR SIESTA.
Me hacía la dormida, mamá creía en eso, y cuando bajaba la escalera y no se escuchaba el sonido de los escalones de madera me levantaba y jugaba con un almohadón grandote, con forma triangular, lo usaba como tobogán. Entre lo peor de estar ahí, era lo mejor que me podía pasar. Pero no pregunten cómo ni por qué, pero mi mamá siempre se daba cuenta, con suerte escuchaba los pasos en los escalones de madera, corría a la cama, y me hacía la dormida, por cierto nunca me sirvió porque de los nervios me agitaba y ella me descubría. Y ahí era cuando venía la prohibición que hacía que se me caiga el mundo en mil pedazos: “Ahora no vas a ver a Flavia”. Entonces me acostaba, cerraba los ojos con un poquito de fuerza, me concentraba, lograba relajarme y dormía. (Seguro serían 20 minutos)…
Mamá entraba a su habitación diciendo: “¡Dale que ya empieza Flavia, vamos a tomar la leche!”
Y así, casi todos los días de la semana eran bastante parecidos.

Hoy, me encantaría poder dormir la siesta, pero por sobre todas las cosas, mucho más aún me gustaría que mi mamá esté conmigo, que me despierte de alguna siesta para tomar juntas la leche…

Natalia Pasetto, 2013

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Soy la menor de tres hermanos y siempre fui como hija única. Era la nena malcriada de la casa. Hasta que llegó el día en que tuve siete años y mi hermana mayor quedó embarazada de su primera hija. Esto como podrán imaginar, me enojó muchísimo por supuesto. Pasé de ser la más mimada, la hija única, la nena de la casa, a ser la segunda por así decirlo. Con tan solo siete años me estaba convirtiendo en TÍA y para ser sincera eso no me gustaba ni un poco, me enojó muchísimo y me puse terriblemente mala. 
Lo que más recuerdo de aquella época, es que más de una vez mientras mi sobrinita dormía yo iba simplemente a pellizcarla; para que llore, no había otro motivo. No la quería, había ocupado mi lugar y eso me enojaba mucho.
Hoy tengo en total seis sobrinos, más un sobrino nieto. La mayor de mis sobrinas, a la que odié por bastante tiempo, ya cumplió 26 años y puedo decir que los amo con el alma y sin ninguna duda, mi vida no sería la misma sin ellos.

Yesica Galimberti, 2013

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Como la picadura de un mosquito



¿Cómo comenzó mi miedo a las agujas? No lo sé, siento que siempre estuvo conmigo. Desde muy pequeña que me producen temor.
Recuerdo el comentario infaltable por parte de los adultos: “es como la picadura del mosquito”. ¡Qué bronca me daba que me subestimaran de tal manera! Como si por ser niña no pudiera diferenciar entre un mosquito y una aguja.
Ahora que lo pienso, ¡qué falta de creatividad, siempre repitiendo la misma pavada!
¡Cómo olvidar aquellas filas compuestas por niños y padres, en la escuela primaria en cada campaña de vacunación! Cómo olvidar mis nervios cuando cada vez quedaban menos niños adelante mío y mi transpiración empezaba a recorrer mi cuerpo. 
Esto era culpa de los comentarios absurdos que me hacía mi hermano menor para asustarme más: “Te van a sacar las tripas con la aguja”, me decía y reía sin parar.
A lo que yo respondía: “Sos un tonto, ya sé que es mentira” (mirando a mi mamá buscando que con sus ojos confirmara mi afirmación).
Recuerdo una ocasión que dejó una marca en mi memoria.
En una de esas campañas, Cynthia Deybe, una compañera que estaba unos lugares más adelante en la fila, se movió al momento en que le estaban aplicando la inyección. Esto le produjo un rayón en el brazo.
Si algo faltaba para declarar mi guerra contra las agujas era conocer esa historia. Aún sin haber visto el pobre brazo malherido, mi imaginación se encargó de magnificar la situación y probablemente pensé que sus tripas habían salido por ese agujero.
El tiempo pasó, crecí y las agujas siguen en mi vida...Y ahora...En la de mi hija.
Algo que está claro es que nunca ella va a escuchar de mí : “Es como la picadura del mosquito”.

Flavia Abeleira López, 2013

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Parece que fue ayer. Estaba en el parque de mi casa jugando con las luciérnagas a las escondidas, de verdad que era muy difíciles encontrarlas, un fuerte estruendo hizo que todo temblara y hasta la luna se movió de lugar y corrió a esconderse, quien sabe detrás de donde.
Estaba atónita, miraba para un lado, miraba para el otro y nada, no se veía nada. Pero si se podían oír fuertes, fuertísimas, carcajadas que provenían va a saber uno de donde. Mi miedo iba creciendo, corría para encontrar algún lugar donde sentirme segura. Es así como llegué donde estaba mamá, escribiendo en su cuaderno una receta de cocina.
Junto con mi papá estaban aprendiendo a hacer pollo con salsa, por momentos, todavía no encuentro el motivo ni la razón, se reían a carcajadas entre ellos. Llegue a la conclusión de que aquellas carcajadas que me estaba persiguiendo las tenías mas cerca que nunca, al lado mío
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Del estruendo mejor, ni hablemos…

Moreno, Ornella, 2013

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Esa tarde el sol desplegaba sus rayos sobre el parque, el viento soplaba las hojas amontonadas por los barrenderos de la cuadra.
Era un lindo domingo para estar al aire libre, así que decidí ir al parque a disfrutarlo.
Nada me causaba mas satisfacción que sentarme bajo un árbol a observar, ese era mi momento de escape, donde nada me molestaba y mis preocupaciones quedaban a un lado, solo me proponía disfrutar el momento a solas conmigo misma.
Esa tarde fué cuando por primera vez sentí la necesidad de escribir. Estaba tranquila y en paz, nadie me interrumpía y la naturaleza era la única fuente inspiradora.
El paisaje fue cambiando a lo largo del dia, al principio una típica tarde de otoño: las hojas opacas y oscuras que caían de los árboles pelados, el sol que se apagaba por el oeste, las personas abrigadas y con bufandas coloridas.
 Cuando la luna salía el paisaje cambió todo se volvió más negro e iluminado por la hermosa luz blanca y los destellos de las hermosas luciérnagas, los rostros de las personas ya no se veían tan claramente como a la tarde.
Nunca me había detenido a observar estas hermosas transformaciones, pero ese día, por suerte si lo había echo.
Cuando llegué a casa tome una hoja y un lápiz y desde ese momento comenzó mi vida como escritora de poesía, no se bien que es lo que sucedió en mi, solo sé que comencé a ver las pequeñas cosas de la vida con otros ojos.

Oliverio Melisa, 2013
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La noche estaba llena de estrellas y había una luna gigante que iluminaba todo el campo, la laguna estaba calma y se oían los sapos y los grillos. Tomas caminaba despacio casi en puntas de pie, trataba de no hacer ruido, sabía que si hacia un movimiento errado y pisaba un montón de hojas secas de esas que el otoño hace caer de los árboles.
Estaba esperando e Tomate, así le decía a su amigo, porque tenía el pelo rojo,  como el sol cuando se esconde y por supuesto como los tomates. Cuando se adivinaron en la oscuridad los dos sonrieron y salieron caminando para el mismo lado, se sentían muy importantes, estaban cumpliendo una gran misión.
Tres días antes el tío de Tomás le había mandado una carta, donde le contaba que de chico iban con su hermano a la laguna cerca de conde crecían las plantas de totoras, a buscar luciérnagas, y que si las guardaban en un frasco, de noche tenían un velador. Entonces Tomi convenció a su amigo, y a la noche los dos se escaparon por la ventana y salieron contentos a cazar luciérnagas.
Lo  que Tomi no decía es que él quería tener un velador igual que el del tío para regalárselo a una chica, esa chica se llamaba Lorena, iba ala otro curso y la semana anterior salió en el diario cuando gano una medalla patinando en el club del pueblo. Eso que sentía Tomi no se lo contaba a nadie porque le daba mucha vergüenza.
Mientras iban caminando, los dos pensaban en la rica torta que habían comido a la tarde, y sin darse cuenta tomas pateo una lata y esta golpeo a otra lata, que a su vez golpeo a otra lata, y a un montón de latas amarillas, verdes, rojas, a lunares y de todos colores, que alguien había tirado ahí ¡y se armo flor de quilombo! Las ranas comenzaron a croar, los grillos a cantar, y entonces despertó a las gallinas y estas despertaron al canario del viejo Lorenzo, que vivía en la punta de la laguna y enojado, porque lo despertaron prendió una linterna y grito:
-        ¿Qué pasa?
-     ¿Quién anda ahí?

A Tomi le comenzó a subir una sensación helada desde los pies hasta el cuello pasando por todo el cuerpo y extendiéndose también hasta las manos, podría pensarse que era por los pies que tenia mojados, por la humedad del pasto, pero el sabía que no tenía nada que ver con ese frió, sino con un miedo desde siempre que tenían todos los chicos al viejo Lorenzo…
Tomate se puso blanco del susto y lo miraba a Tomi que parecía temblar, cuando sus miradas se encontraron sin hablarse los dos sabían que se habían metido en problemas, pensaban que salir corriendo seria una opción, pero estaban como petrificados, no podían moverse, mientras se escuchaban los pies del viejo Lorenzo que se acercaban, iba pisando las hojas doradas y estas crujían y ese ruido les daba dolor de panza a los chicos…
Cuando quisieron salir corriendo ya era demasiado tarde, el viejo Lorenzo ya los había cazado por las remeras y los levantaba en el aire y les gritaba
-       ¿Quiénes Son ustedes?!
Los chicos tenían más miedo que nunca, y tartamudeando atinaron a contestar
-       To-mi
-       To-ma-te

Entonces el viejo los miro con cara fea y les pregunto qué hacían a esa hora en la laguna, despertando a las ranas y los grillos

Ahí Tomi de repente se sintió más aliviado y comenzó a contarle por que estaban en la laguna a esa hora y sin darse cuenta también le contó para quien era el velador que quería armar con las luciérnagas…y eso hablando al viejo Lorenzo, los miro con una mirada vieja y triste, y con un poco de cariño y se asomo una pequeña sonrisa.
-       ¿Sabe tu mama que están acá? ¡Y la tuya?

-       No – Dijo Tomi
-       No, si se entera me mata – Dijo tomate

-Entonces debería llevarlos de las orejas a sus casas así aprenden a no despertar a la gente por la noche
Pero se notaba que sólo quería ayudarlos, su cara se había transformado en el momento que Tomi le contó de Lorena, quizás se había acordado de un viejo amor, o quizás estaba tan aburrido porque nadie lo visitaba, pero decidió ayudarlos.
-       Si los ayudo a juntar esas luciérnagas, ¿me van a dejar dormir?
Quiso gritarles, hacerse el malo, pero no le salió, y para entonces a los chicos les quedaba solo un poquito del miedo que sintieron con el primer grito.
-       Si
-       SI!!!

Gritaron los dos locos de contentos
-       Pero primero bájanos al piso por que acá arriba nos bailan los pies.
-       HUyY, si no me había dado cuenta que todavía los tenia levantados

Después de bajarlos al piso, busco a dentro de sus casa, una red y salieron los tres a la orilla de la laguna a buscar las luciérnagas, al rato ya tenían el frasco lleno de luciérnagas, y el velador ya estaba listo, el viejo Lorenzo le hizo unos agujeritos muy chiquitos para que entre aire pero que no se escapen las luciérnagas y quedo hermoso!

-       Bueno ahora los acompaño a sus casa porque es muy tarde para que andén solos
-       ¡¡Gracias !!
Y sin darse cuenta los chicos lo abrazaron, y le dieron un beso cada uno en una mejilla, ahora el que parecía un tomate era el viejo Lorenzo.
Así caminaron los tres a la luz de la luna por el campo hasta que cada uno llego a su casa.
Las madres de los chicos nunca entendieron por qué, desde el otro día, ya no le tenían miedo al Viejo de la Laguna y hasta lo llamaban por su nombre.
Algunos días Tomi y Tomate iban a la casa de Lorenzo y él les contaba historias sentados a la orilla de la laguna, y juntos se reían de la noche que se conocieron.
Los tres aprendieron que a veces los amigos se pueden encontrar en las personas menos pensadas, sólo hay que darse lugar para conocerse.

Silvina Martinez, 2013

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Esa sensación de inicio de clases

Cada inicio de clases llegaba cargado, en mi infancia, de muchas muchas expectativas, deseos, emociones e incertidumbre. Preguntas como ¿qué amiguito se sentará esta vez a mi lado?, ¿Será bueno y dulce mi docente?, ¿Tendré compañeros nuevos?, me invadían constantemente la mente. Y me hacían pensar y recordar que ese día se estaba acercando, el inicio de clases cada vez estaba mas cerca.
Lo más divertido de todo esto eran los días de compras en familia. Mis papas, mi hermana y yo nos enlistábamos y nos íbamos los 4 hacia el supermercado a realizar las comprar correspondientes para arrancar las clases “¡¡Con todo!!”, según mi mamá. Lo mejor de toda la travesía era la compra de la mochila, esa compañera que iba a estar siempre para arrojarle lo que deseáramos. Cuando llegábamos al sector de útiles, con mi hermana nos frenábamos, nos mirábamos y comenzábamos a correr en búsqueda de la mochila preferida, ya que la primera que elegía una iba a ser de ella. De carrito, con dibujos, lisas, todas eran hermosas, nuestras caras se iluminaban de sonrisas cuando al elegir una de las tantas nuestros papás asentían con la cabeza. Cuantas carcajadas traía ese momento, mi mamá nos recuerda siempre la adrenalina con la que junto a mi hermana vivíamos ese momento. Siento que de otra forma no hubiera sido un comienzo de clases “¡¡Con todos!!”.
El olor a nuevo de la mochila, significaba que mi año arrancaba, no solo quedaba cargada de útiles sino también de alegrías, situaciones por venir, miedos y algunas angustias al saber que no iba a estar tantas horas al lado de mamá.
Moreno, Ornella, 2013.

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Esa extraña figurita

Era una semana más en ese quinto grado del San José. Sonaba el timbre y eso indicaba que la hora del recreo había llegado.
Con mis amigas salíamos corriendo al patio, algunos optaban por jugar a la pelota, otros por jugar a la soga, algunos se intercambiaban figuritas y otros se quedaban charlando en algún que otro rincón.
Ese día opte por sentarme con las chicas en uno de los costados del patio, en ese rincón donde los rayos de sol pegaban con toda la fuerza sobre los baldosones de cerámica de un frío blanco relucientes.
Todo parecía normal, era un recreo más de tantos donde intercambiábamos figuritas de animalitos con las chicas.
Al sonar el timbre volvimos al aula y comenzamos a realizar cuentas en la clase de matemática. De repente comencé a escuchar una voz que me llamaba, miré para los costados y todos mis compañeros tenían su mirada puesta en el pizarrón, por lo tanto, continué escuchando a la maestra.
Pasaron unos segundos y de nuevo volví a escucharla. ¡Que extraño!, Pensé… Sentía esa voz como si viniera de abajo del banco. Con curiosidad agaché mi cabeza y con ojos medios abiertos chusmeé qué había debajo de allí, lo extraño era que sólo se encontraba el pilón de figuritas, las agarré sin que ninguno de mis compañeros me viera y en ese momento observé que la primera figurita de arriba de todo, que tenia un animalito muy colorido, me hablaba en voz bajita, me decía algo que no llegaba a escuchar.
En ese momento metí el pilón de figuritas en el bolsillo y le pedí a la seño de ir al baño.
Cuando llegué cuidé que no hubiera nadie y saqué las figuritas, estaba en lo cierto; me estaba hablando, y lo que me decía era que por favor no la cambiara por otra, y menos que se la cambiara a Agustina, una de mis compañeras, porque me contó que cuando llegaba a su casa en vez de pegar las figuritas en el álbum las pegaba en la pared de su armario y eso era lo peor que le podía pasar a ellas.
Cuando llegó el recreo Agustina vino rapidísimo a rogarme que le cambiara la figurita que le había prometido, pero ahora yo no quería, tenia que guardármela, me lo había pedido. Inmediatamente le dije que no la encontraba y que no podía cambiársela por ese motivo.
Cuando llegué a casa guardé la figurita en una cajita rosa que había en mi escritorio (Todavía después de varios años la conservo, a veces la miro pero nunca más escuché que me dijera ni una sola palabra).

Oliverio, Melisa, 2013

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Hacía mucho calor, el sol arriba, alto, marcaba que era más de las doce del mediodía. Y sí, era tarde, porque en casa siempre se comía tarde. Cuando papá volvía del campo, ya habíamos terminado de comer, la mesa estaba a medio juntar y todavía quedaban algunas cosas sobre la mesa: el  agua, el vino, algunos panes...Y entonces, mamá trajo  la fruta. ¡Qué fruta!
Ese día, cuando papá volvía del campo se paró a saludar a unos vecinos, y ellos le regalaron una gran sandia que habían cosechado, la trajo a casa y la dejó en la cocina “para cuando terminemos de comer”, dijo
 Entonces cuando la sandía estuvo sobre la mesa, papá tomó la cuchilla que parecía de un gigante ¡Porque la sandia era enorme! , la clavo en el medio y justo ahí en ese momento se oyó:
  -¡Cuidado!
Era una voz finita, delicada y dulce… Todos nos miramos, como preguntándonos qué pasaba, de dónde venia la vos, si la habíamos escuchado.
Entonces papá pregunto: -¿Quién dijo “cuidado”?
Nosotros, los chicos, nos miramos y no dijimos nada, porque ninguno había sido,  papa hizo como si no hubiese pasado nada y volvió a tomar la cuchilla y la acerco a la sandia, la clavo más fuerte y comenzó a abrir una grieta, un caminito por donde se veía la fruta roja fuerte, y nos invadió un aroma a verano y calor que nos hizo sonreír a todos.
Terminó de cortarla y la sandia se partió en dos mitades, seguían siendo enormes ¡!! Y ahí fue cuando otra vez se escuchó:
  -¡Cuidadooooooo !!!!!!!!  pero esta vez no podíamos hacer como que no pasaba nada porque se escuchó fuerte y claro, entonces nos asustamos,
- ¡¡Había alguien adentro de la sandía y nos estaba  pidiendo que tuviéramos cuidado!!
-¿Qué harías vos si abrís por ejemplo un durazno y alguien te habla? ¡También te asustarías!
Te preguntarás ¿Qué hicimos con la sandia?  Teníamos tres opciones, una, comérnosla igual, dos, tirar la sandia a la basura !! (Sería una lástima) o tres, averiguar qué estaba pasando ¡! Y eso fue lo que hicimos, nos preparamos bien, un tenedor en cada mano derecha, salvo Guille que lo tenía en la izquierda porque es zurdo, y todos miramos a papá a ver qué hacía.
 -¿Quien está ahí?- preguntó
Silencio
 -¿Quien está ahí?- ¡Que salga!- volvió a decir papá.

Y entonces…. Por debajo de una semillita negra se asomó una especie de larva, blanca, pegajosa, con grandes ojos naranjas, que se movía para todos lados y nos miraba a todos, uno por uno…
Y ahí se armó el despelote, los más chicos saltamos de la silla como si tuviéramos resortes, y caímos sobre la mesada de la cocina, justo al lado de los choclos que habían quedado afuera,  los del medio salieron corriendo tres pasos para atrás y se tropezaron con una silla,  en la caída manotearon el mantel, cuatro platos cayeron al piso y se rompieron en montones de pedacitos, mamá se resbalo y en el intento por salvar los demás platos se cayó arriba de una muñeca mía que había quedado en el piso. Papá saltó hacia atrás, con un movimiento de brazos que parecía que quería volar,  en ese movimiento soltó la cuchilla de los dedos, y esta salió volando, dio 3 vueltas por el aire, le pegó al marco del cuadro de caballos, de la pared del comedor, y se clavo limpita en el medio del sillón. En ese instante, los gritos de todos se callaron y nos quedamos atónitos, del miedo.

Ese silencio nos hizo volver la vista a la sandia y su oruga, de a poco en puntas de pie y salteando el desastre que había en el piso del comedor, nos fuimos acercando, y cuando estábamos todos rodeando la sandia, la misma oruga que nos había dado tanto miedo, se convirtió en una hermosa y suave mariposa, de grandes alas naranjas con pintitas negras, (creo que eran semillitas de la sandia) que sobrevoló todo el comedor, mientras nosotros la seguíamos con los ojos muy atentos y sorprendidos, hasta que encontró la ventana de la cocina abierta y se perdió en el cielo.
Entonces nos miramos todos, miramos alrededor y cuando vimos el desastre que había quedado sobre la mesa y en el piso, nos empezamos a reír de a poquito, primero los más chicos, después los del medio, después mamá y por ultimo papá.
Lo que nunca supimos ni nos animamos a preguntar era por esa voz que nos gritaba ¡¡Cuidado!!

Autobiografía fantástica
Silvina Martinez


Uno de los momentos más traumáticos para un niño son los pinchazos. A los seis años tuve que darme mi primera vacuna, mi madre me llevo a “La Salita” el centro médico cerca de mi casa.
Al llegar allí, hicimos la fila para poder ingresar a la sala de vacunación. Cuando me toco el turno, entramos y la enfermera me pidió que me suba la manda de la remara, y luego me puso alcohol y me dije “Quédate tranquila que no duele nada”.
Cuando vino el médico me aplico la vacuna en el brazo, en ese momento no sabía qué hacer, la enfermera me dio un chupetín y me felicito.
Al llegar a mi casa mi madre me volvió a felicitar y en ese instante comencé a llorar durante largo tiempo.
Cuando logré calmarme, me puse un pañuelo sosteniendo el brazo donde me había dado la vacuna, y estuve una semana entera diciéndoles a todos mis compañeros y familiares lo mucho que me había dolido esa vacuna.

Ayelén Arcidiácono, 2013
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Una tarde lluviosa de verano. Estaba toda mi familia en mi casa y mientras tomábamos mates charlábamos de todo. Yo tenía alrededor de 9 años y lo que más recuerdo es que mi tía tenía en brazos a su bebe de 6 meses. Su marido estaba aburrido y decidió salir a dar una vuelta.  A los diez minutos llega el marido de mi tía, con una bolsa. Él con una sonrisa le dijo a mí tía:
-“Mira te traje esto para vos “.
En cuanto mi tía quiso abrir la bolsa se escucho un ruido, su cara se tenso. Y en cuestión de segundo se había levantado de la silla corriendo.
Es que adentro de la bolsa se encontraba un sapo… Mi tía le tiene terror/fobia a los sapos y todo tipo de bicho o insecto.
Mi tía corrió a esconderse al baño de mi casa, detrás de ella corrieron mi abuela y mi mama para ver que le pasaba. Recuerdo que mi tía lloraba y gritaba, eso me asusto mucho. Al no estar con ellas en el baño no entendía mucho que pasaba, solo escuchaba llorar y gritar a mi tía.

Ese día me marcó demasiado, es por eso que hasta la actualidad veo un sapo me recuerda eso y reacciono igual que mi tía. Sé que es un simple sapo, pero aquel recuerdo me marcó para siempre.

Evelyn Agustina Martínez, 2013
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Casi todas las tardes de verano, mis primos, mi hermano menor y yo, nos reuníamos en el patio central de nuestra casa. La idea era fabricarnos nuestra propia casita. Por lo que juntábamos cualquier cosa que nos sirviera para hacer una carpa gigante. Recolectábamos juegos de sabanas, broches, sillas y sogas de nuestra familia, con lo que intentábamos realizar la estructura de la casita. Nos llevaba casi toda una tarde en terminarla, pero si teníamos suerte, los broches soportaban las telas un par de días. Allí leíamos, jugábamos a las cartas, a la generala, y a muchos juegos de mesa que nos mantenían atrapados durante horas. Los días muy calurosos, nos las ingeniábamos para colocar pequeños ventiladores y hasta veladores para iluminarnos cuando era de noche. Nos divertíamos mucho en familia, todo era muy lindo hasta que la convivencia nos ganaba, y las peleas surgían automáticamente. Entre gritos, llantos y división de juguetes, cada uno volvía a su casa enojado. Al día siguiente, volvíamos todos al patio como si nada hubiera pasado.

Carolina Poletti, 2013
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Una mañana de mayo, en la cocina de mi casa, me disponía a desayunar junto a mi hermana Daniela en una mesa redonda que estaba allí desde que yo era pequeña. A ella se la notaba inquieta, ansiosa por expresar algo que tenía dentro de su ser. De repente me miró y, con sus ojos llenos de lágrimas, me confesó que en el mes de noviembre iba a ser madre; y yo, madrina de ese hermoso bebé que venía en camino creciendo sano y fuerte. Nos abrazamos un tiempo largo en silencio, y yo sólo dije:- ¡Te voy a acompañar en todo momento, podés contar conmigo!
Mi hermana vivía en la casa de mis padres y, con 22 años, no iba a ser una tarea fácil enfrentar esta situación de dar una noticia tan fuerte para ellos, considerando lo estructurado y rígido que era mi padre.
En el transcurso de cinco meses, Daniela ocultó su embarazo; la panza no se le notaba, salvo en los momentos en que se relajaba en la ducha y su vientre crecía por arte de magia. 
Llegó el día de la ecografía, cuando íbamos a saber què sexo sería. Mi cuñado, mi hermana y yo mirábamos nerviosos la pantalla y veíamos a un ser movedizo con un corazón que latía muy fuerte y a gran velocidad. Con una sonrisa en la cara, el doctor dijo que era una niña grande de tamaño y muy sanita.
Cuando se cumplieron los cinco meses de embarazo, ella decidió contarlo al resto de mi familia; mi papá nunca lo aceptó y en los nueve meses de gestación no se dirigieron la palabra. Diferente fue la actitud de mi mamá que, con su instinto materno, ya lo suponía y se puso contenta con la confirmación de su sospecha.
Pasó el tiempo y un 20 de noviembre del 2004 nació Agustina, una beba que toda su vida va a ser la luz de los ojos de toda la familia, inclusive de mi papá, que hoy en día se desvive por ella. 

Alina Baldovino, 2012
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Crear un relato a partir de una fotografía familiar


Fue una Navidad estupenda, en la casa de mi abuela materna. Junto a mis padres y hermanos, esperábamos ansiosos la llegada de mis tíos y mis primos, ellos venían desde Canadá. El único contacto que teníamos era por teléfono y los conocíamos sólo por fotos, ya que mis tíos se habían ido desde muy jóvenes a vivir allí, y en ese tiempo no existía la facilidad que hoy en día brinda la computadora.
De repente, suena el timbre y todos nos quedamos quietos de los nervios que corrían por nuestro cuerpo. Mi abuela tomó las llaves y fue rápidamente a abrir la puerta.
Minutos después visualizamos sus figuras que venían caminando desde lejos por el pasillo de entrada; fue la espera más larga de nuestra vidas, pero el momento de la bienvenida llegó, solo se escuchaba el sonido de los besos intensos, los ojos vidriosos con lágrimas y los abrazos que nunca acababan.
Sentados en una mesa larga, brindamos por el encuentro y  cenamos las comidas típicas de la Noche-buena, sin dejar de reírnos y disfrutar del momento hermoso que estábamos viviendo juntos.
Después de las doce abrimos los regalos, miramos fotos y también videos de recuerdos familiares y bailamos durante  varias horas de la noche.
Un día después, decidimos viajar a la costa, Santa Clara del Mar, para pasar Año Nuevo allí y unas vacaciones inolvidables en familia. 

Alina Baldovino, 2012


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Fue un enero muy caluroso en Santa Clara del Mar. Allí mis padres comenzaron a construir una vivienda hermosa cuando yo tenía 5 años y, desde ese momento, nuestras vacaciones en familia las disfrutamos en la costa.
Una mañana de sol decidimos con mi prima Leticia visitar la playa y emprendimos camino; estábamos a sólo tres cuadras de distancia. En un bolso de mano, llevábamos galletitas, agua, protector  y elementos que uno comúnmente suele llevar  a estos lugares.
Cuando llegamos, buscamos un sitio para sentarnos y contemplar ese bello paisaje. En ese mar tranquilo se reflejaba el sol, en la playa se visualizaba poca gente y no corría ni una gota de viento.
De repente, mi prima se expresa y me dice:
-¿Nos metemos al mar?
Y  yo, sin perder el tiempo, ya que me fascinaba el agua, me levanté de un salto y le dije:
-¡Sí, está haciendo mucho calor al sol!
Yo me zambullí de cabeza y mi prima se tomó todo su tiempo para mojarse.
En un momento, tomé aire, para nadar en lo profundo y sentí en la parte interior del brazo un dolor mezclado con ardor y un calor intenso, visualicé mi brazo y tenía una aureola roja que, evidentemente, era una picadura. Entonces vi pasar rápidamente, cerca mío un bicho de color trasparente y gelatinoso. -¡Sí! Era un agua- viva. Salí asustada del mar con prisa, y mi prima, sin entender nada, salió detrás de mí, preguntándome qué era lo que me había sucedido.
Sentada en la orilla, me mojaba con agua fresca, me colocaba en la zona arena húmeda, pero nada cesaba el dolor.
Unos minutos después, decidimos retomar camino hacia mi hogar, a ver si mi madre, que siempre tenía algún remedio para los dolores, podía solucionar esa molestia que ya me había quitado lágrimas.
Fue así que, cuando llegamos, mi madre me colocó un líquido fresco de color rosado llamado Caladril. Eso fue lo único que pudo cesar el dolor.
Yo me pregunto:- ¿Cómo no me voy a acordar de este relato con tanto detalle, si hoy en día, con 27 años de edad, sigo teniendo la cicatriz de esta famosa picadura?

 Alina Baldovino, 2012

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Las mandarinas del vecino





Era una tarde calurosa en el campo en Formosa. A la hora de la siesta, con mi prima estábamos aburridas, vimos en el patio del vecino que había un árbol de mandarinas, nos miramos porque se nos había ocurrido exactamente lo mismo; ir a sacar un par de frutas. Fuimos entonces corriendo  a la carrera para ver quién llegaba primero; ella, por supuesto, siempre se caracterizó por la más rápida; sacamos las mandarinas y las comimos.

Más tarde vino el vecino y preguntó por mi tío, que estaba tomando mates con mi tía; nosotras, asustadas porque  estábamos escuchando la discusión, nos metimos y le pedimos disculpas, que no lo íbamos a hacer más, que fue sin querer. Mi tío nos castigó con una semana sin ver televisión, pero esa misma noche nos sacó el castigo, porque le dimos un poco de lástima. 

 Valeria Tufano, 2012

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