domingo, 29 de noviembre de 2015

Nuestras lecturas - Silvina Ocampo




Escritora argentina nacida en Buenos Aires en 1903 y que murió en la misma ciudad en 1993.

[...] Hizo los nidos en las faldas, en los peinados
y en las manos de las estatuas.
Dejando la ventana abierta
entrarían los pájaros
que, por un don de adivinación, sabrían orientarse.
Esperó. No esperó en vano.
Un día,
por la ventana entró uno como de azúcar
(debió de ser una torcaza disfrazada)
y se posó en uno de los nidos:
era de mármol [...]
 


Fragmento del libro Invenciones del recuerdo, de Silvina Ocampo
.

Invenciones del recuerdo fue hallada entre sus papeles luego de su muerte. Estas páginas despliegan el microcosmos doméstico de un hogar patricio a comienzos del siglo XX, visto a través de los ojos de una niña que despreciaba los privilegios que le estaban destinados, para buscar la compañía de sirvientes y mendigos. Es, asimismo, un testimonio, único en nuestra literatura, de la formación de la mente de una poetisa en sus deslumbramientos y desilusiones inaugurales. Compuesto entre 1960 y 1987, puede definírselo como una visita guiada por la niñez de una de las figuras más misteriosas y elusivas que han dado nuestras letras.



Considerado una autobiografía de la autora pero en versión libre, autobiografía muy particular, no sólo por el estilo que eligió la autora para componerla, sino también porque está compuesta de fragmentos escritos a lo largo del tiempo y de manera poética, empleando recursos como la metáfora y la metonimia. Ocampo nos abre las puertas de su casa y de su alma de par en par.

Escucha las Claves para leer el cuento de Silvina Ocampo: cielo de claraboyas


En “Cielo de claraboyas” de Silvina Ocampo, la narradora recuerda que, cuando era niña, miraba lo que sucedía en la vivienda de arriba de la casa de tu tía a través de la claraboya que había en el techo. Así, refiere haber visto cómo una institutriz, enojada por las travesuras de una chiquilla llamada Celestina, va encolerizándose progresivamente hasta matarla de un golpe, mientras habían salido sus familiares. Sin embargo el párrafo final plantea una duda sobre lo que pasó realmente.

La filosofía de Miguel de Unamuno pone acento antes que nada en ciertas necesidades e inquietudes del humano.  Estas surgen en el mismo momento que éste nace. A medida que crece y se desarrolla, van surgiendo nuevas necesidades. El ser humano es un individuo que se hace preguntas sobre la razón y la finalidad de su existencia. ¿Por qué y para qué vive? ¿Por qué y para qué está aquí? ¿Hay algo después de la vida? ¿Qué es la muerte? Evidentemente todos estos interrogantes están ligados a la preocupación por la existencia humana, su sentido, su destino y la inquietud por la culminación de la vida. El hombre vive, pues, en una constante preocupación. Una preocupación en torno al sentido de su existencia.



Leyendo a Silvina Ocampo, todos los interrogantes planteados por este autor volvieron a mi mente. Me resultó fascinante la manera en la que la muerte se hace presente en cada uno de sus cuentos.

Los textos de Silvina Ocampo tienen una característica particular: están escritos en forma de recuerdo, compuestos de situaciones que nos dejan llenos de interrogantes. Comienzan como un relato inocente, con personajes banales, con escenas de la vida cotidiana. Nada hace pensar que en la mayoría de los casos, algo terrible pueda llegar a ocurrir. También permite, con su escritura de encanto, que cada uno se sumerja en ese mundo ilustrado y pueda sentir ese frío de los corredores estrechos, el olor del fósforo recién encendido y la brisa fresca del mar acariciando los rostros. Pero hacia el final del relato, ocurre un evento macabro, a veces inesperado e inexplicable, que deja a los lectores paralizados, forzándolos a releer párrafos anteriores para intentar justificar este acontecimiento. Y es en vano. Son reacciones extrañas y crueles, que suelen dejar más perplejo al personaje que las causa que al mismo sorprendido lector. Estos personajes son tanto adultos como niños. Niños que más allá de su pronta edad, son descritos como insensibles, terribles y traviesos.


Estos relatos muestran también un remarcado contraste entre luces y sombras. La descripción de los lugares, de los objetos, de las sensaciones y pensamientos exponen estos colores ante mi lectura. Cuartos abandonados, pensamientos oscuros, sonrisas inocentes, sangre fresca…
Silvina Ocampo pinta en sus textos mundos de sentimientos, intuiciones, sensaciones, miedos, sueños, obsesiones y traumas; y todo esto me resultó sumamente atractivo. Tanto que decidí leer más textos de la autora, sabiendo que, seguramente, la crueldad se haría presente en el apogeo de las páginas de sus cuentos. La sociedad y su cultura imponen, dictan y dicen que está prohibido, que es malo y que debe ser mal visto. Y es eso justamente lo que me sedujo en la escritura de esta autora; su manera de hacer natural, simple y banal todo aquello que la sociedad considera negativo y condena.

Marion Peralta, 2015

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Para escuchar y comprender más sobre estos cuentos y la obra de Silvina, te sugerimos tomarte el tiempo para este video:  

http://www.encuentro.gov.ar/sitios/encuentro/programas/ver?rec_id=117505

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Y un cuento más... Para el rescate de imágenes. El personaje.

El vestido verde aceituna
[Cuento. Texto completo.]
Silvina Ocampo



Las vidrieras venían a su encuentro. Había salido nada más que para hacer compras esa mañana. Miss Hilton se sonrojaba fácilmente, tenía una piel transparente de papel manteca, como los paquetes en los cuales se ve todo lo que viene envuelto; pero dentro de esas transparencias había capas delgadísimas de misterio, detrás de las ramificaciones de venas que crecían como un arbolito sobre su frente. No tenía ninguna edad y uno creía sorprender en ella un gesto de infancia, justo en el momento en que se acentuaban las arrugas más profundas de la cara y la blancura de las trenzas. Otras veces uno creía sorprender en ella una lisura de muchacha joven y un pelo muy rubio, justo en el momento en que se acentuaban los gestos intermitentes de la vejez.
Había viajado por todo el mundo en un barco de carga, envuelta en marineros y humo negro. Conocía América y casi todo el Oriente. Soñaba siempre volver a Ceilán. Allí había conocido a un indio que vivía en un jardín rodeado de serpientes. Miss Hilton se bañaba con un traje de baño largo y grande como un globo a la luz de la luna, en un mar tibio donde uno buscaba el agua indefinidamente, sin encontrarla, porque era de la misma temperatura que el aire. Se había comprado un sombrero ancho de paja con un pavo real pintado encima, que llovía alas en ondas sobre su cara pensativa. Le habían regalado piedras y pulseras, le habían regalado chales y serpientes embalsamadas, pájaros apolillados que guardaba en un baúl, en la casa de pensión. Toda su vida estaba encerrada en aquel baúl, toda su vida estaba consagrada a juntar modestas curiosidades a lo largo de sus viajes, para después, en un gesto de intimidad suprema que la acercaba súbitamente a los seres, abrir el baúl y mostrar uno por uno sus recuerdos. Entonces volvía a bañarse en las playas tibias de Ceilán, volvía a viajar por la China, donde un chino amenazó matarla si no se casaba con él. Volvía a viajar por España, donde se desmayaba en las corridas de toros, debajo de las alas de pavo real del sombrero que temblaba anunciándole de antemano, como un termómetro, su desmayo. Volvía a viajar por Italia. En Venecia iba de dama de compañía de una argentina. Había dormido en un cuarto debajo de un cielo pintado donde descansaba sobre una parva de pasto una pastora vestida de color rosa con una hoz en la mano. Había visitado todos los museos. Le gustaban más que los canales las calles angostas, de cementerio, de Venecia, donde sus piernas corrían y no se dormían como en las góndolas.
Se encontró en la mercería El Ancla, comprando alfileres y horquillas para sostener sus finas y largas trenzas enroscadas alrededor de la cabeza. Las vidrieras de las mercerías le gustaban por un cierto aire comestible que tienen las hileras de botones acaramelados, los costureros en forma de bomboneras y las puntillas de papel. Las horquillas tenían que ser doradas. Su última discípula, que tenía el capricho de los peinados, le había rogado que se dejase peinar un día que, convaleciente de un resfrío, no la dejaban salir a caminar. Miss Hilton había accedido porque no había nadie en la casa: se había dejado peinar por las manos de catorce años de su discípula, y desde ese día había adoptado ese peinado de trenzas que le hacía, vista de adelante y con sus propios ojos, una cabeza griega; pero, vista de espalda y con los ojos de los demás, un barullo de pelos sueltos que llovían sobre la nuca arrugada. Desde aquel día, varios pintores la habían mirado con insistencia y uno de ellos le había pedido permiso para hacerle un retrato, por su extraordinario parecido con Miss Edith Cavell.
Los días que iba a posarle al pintor, Miss Hilton se vestía con un traje de terciopelo verde aceituna, que era espeso como el tapizado de un reclinatorio antiguo. El estudio del pintor era brumoso de humo, pero el sombrero de paja de Miss Hilton la llevaba a regiones infinitas del sol, cerca de los alrededores de Bombay.
En las paredes colgaban cuadros de mujeres desnudas, pero a ella le gustaban los paisajes con puestas de sol, y una tarde llevó a su discípula para mostrarle un cuadro donde se veía un rebaño de ovejas debajo de un árbol dorado en el atardecer. Miss Hilton buscaba desesperadamente el paisaje, mientras estaban las dos solas esperando al pintor. No había ningún paisaje: todos los cuadros se habían convertido en mujeres desnudas, y el hermoso peinado con trenzas lo tenía una mujer desnuda en un cuadro recién hecho sobre un caballete. Delante de su discípula, Miss Hilton posó ese día más tiesa que nunca, contra la ventana, envuelta en su vestido de terciopelo.
A la mañana siguiente, cuando fue a la casa de su discípula, no había nadie; sobre la mesa del cuarto de estudio, la esperaba un sobre con el dinero de medio mes, que le debían, con una tarjetita que decía en grandes letras de indignación, escritas por la dueña de casa: "No queremos maestras que tengan tan poco pudor". Miss Hilton no entendió bien el sentido de la frase; la palabra pudor le nadaba en su cabeza vestida de terciopelo verde aceituna. Sintió crecer en ella una mujer fácilmente fatal, y se fue de la casa con la cara abrasada, como si acabara de jugar un partido de tenis.
Al abrir la cartera para pagar las horquillas, se encontró con la tarjeta insultante que se asomaba todavía por entre los papeles, y la miró furtivamente como si se hubiera tratado de una fotografía pornográfica.

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Florindo Flodiola

Sabía por qué calle lo habían llevado hasta esa puerta con cortinitas rojas que hacían una apuesta de sol constante, detrás del zaguán silencioso. Todo el mundo hablaba en secreto cuando entró por la puerta. Llevaba una galera guardada para el día de su casamiento y unos calzoncillos demasiado largos. La entrada de la casa era angosta con plantas altas, que crecían sobre una carpeta tejida al crochet debajo de una maceta negra donde se dormían los mayorales. Había millones de almohadones de seda pintados con borlas que sonaban como campanillitas cada vez que entraba alguien. Había una mujer mucho más alta que las otras, con un vestido de tarlatán amarillo, adornado con estalactitas de caramelo, y todas tenían el pelo corto y largas trenzas que les colgaban debajo de las polleras levantadas en forma de cortinas de teatro. Hablaban con voces de sirena. Tenía permiso de cantar en todos los teatros y un día cantó en la peluquería, pero no podía rebajarse a cantar en una peluquería. La guitarra era demasiado alta, había que subir por una escalera de cuerdas para alcanzar las notas, y ahora todas las mujeres en esa casa color de incendio lo perseguían. Todas lo llamaban adentro de las piezas para que cantara en un teatro lleno de cortinados rojos. Por fin entró a una pieza toda cubierta de enredaderas y de flores con cintas desplegadas; la cama era de madera negra con incrustraciones brillantes verdes y anaranjadas; había una sola silla que daba vueltas por el cuarto, en cuanto uno quería sentarse. La mujer vestida de tarlatán amarillo lo abrazó. Taralatán, taralatán, taralatán cantaban las sirenas... Al levantar los ojos al techo, estaba lleno de gente que lo miraba, vio su galera como un reloj luminoso en la obscuridad del cuarto, y se fue corriendo por los corredores con los brazos en forma de gritos.

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El retrato mal hecho

A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos. Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer. Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran como cunas para sus hijos traviesos.
La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales. La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la que servía la mesa. Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: "Se borda esta tira sobre pana de color bronce obscuro" o bien: "Traje de visita para señora joven, vestido verde mirto", o bien: "punto de cadeneta, punto de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado". Los chicos gritaban en el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: "Las hojas se hacen con seda color de aceituna" o bien: "los enrejados son de color de rosa y azules", o bien: "la flor grande es de color encarnado", o bien: "las venas y los tallos color albaricoque". Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías, maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: "Las venas y los tallos color albaricoque". Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto. Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó. Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: "Lo he matado". Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón. La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror. Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura. Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: "Niño de cuatro años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín".

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Viaje olvidado

Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que a cada instante las personas grandes la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su nacimiento. Los chicos antes de nacer estaban almacenados en una gran tienda en París, las madres los encargaban, y a veces iban ellas mismas a comprarlos. Hubiera deseado ver desenvolver el paquete, y abrir la caja donde venían envueltos los bebés, pero nunca la habían llamado a tiempo en las casas de los recién nacidos. Llegaban todos achicharrados del viaje, no podían respirar bien dentro de la caja, y por eso estaban tan colorados y lloraban incesantemente, enrulando los dedos de los pies. Pero ella había nacido una mañana en Palermo haciendo nidos para los pájaros. No recordaba haber salido de su casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras misteriosas y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para los pájaros. Los ojos de Micaela, su niñera, la seguían como dos guardianes. La construcción de los nidos no era fácil; eran de varios cuartos: tenía que haber dormitorio y cocina. Al día siguiente, cuando volvió a Palermo, buscaba los nidos en el camino de casuarinas. No quedaba ninguno. Estaba a punto de llorar cuando la niñera le dijo: "Los pajaritos se han llevado los nidos sobre los árboles, por eso están tan contentos esta mañana". Pero su hermana, que tenía cruelmente tres años más que ella, se rió, le señaló con su guante de hilo el jardinero de Palermo que tenía un ojo tuerto y que barría la calle con una escoba de ramas grises. Junto con las hojas muertas barría el último nido. Y ella, en ese momento sintió ganas de lanzar, como si oyera el ruido de las hamacas del jardín de su casa. Y después, el tiempo había pasado desde aquel día alejándola desesperadamente de su nacimiento. Cada recuerdo era otra chiquita distinta, pero que llevaba su mismo rostro. Cada año que cumplía estiraba la ronda de chicas que no se alcanzaban las manos alrededor de ella. Hasta que un día jugando en el cuarto de estudio, la hija del chauffeur francés le dijo con palabras atroces, llenas de sangre: "Los chicos que nacen no vienen de París" y mirando a todos lados para ver si las puertas escuchaban dijo despacito, más fuerte que si hubiera sido fuerte: "Los chicos están dentro de las barrigas de las madres y cuando nacen salen del ombligo", y no sé qué otras palabras oscuras como pecados habían brotado de la boca de Germaine, que ni siquiera palideció al decirlas. Entonces empezaron a nacer chicos por todas partes. Nunca habían nacido tantos chicos en la familia. Las mujeres llevaban enormes globos en las barrigas y cada vez que las personas grandes hablaban de algún bebito recién nacido, un fuego intenso se le derramaba por toda la cara, y le hacía agachar la cabeza buscando algo en el suelo, un anillo, un pañuelo que no se había caído. Y todos los ojos se tornaban hacia ella como faroles iluminando su vergüenza. Una mañana, recién salida del baño, mirando la flor del desagüe mientras la niñera la secaba envolviéndola en la toalla, le confió a Micaela su horrible secreto, riéndose. La niñera se enojó mucho y volvió a asegurarle que los bebes venían de París. Sintió un pequeño alivio. Pero cuando la noche llegaba, una angustia mezclada con los ruidos de la calle subía por todo su cuerpo. No podía dormirse de noche aunque su madre la besara muchas veces antes de irse al teatro. Los besos se habían desvirtuado. Silvana Ocampo Cuentos Completos I 41 Y fue después de muchos días y de muchas horas largas y negras en el reloj enorme de la cocina, en los corredores desiertos de la casa, detrás de las puertas llenas de personas grandes secreteándose, cuando su madre la sentó sobre sus faldas en su cuarto de vestir y le dijo que los chicos no venían de París. Le habló de flores, le habló de pájaros; y todo eso se mezclaba a los secretos horribles de Germaine. Pero ella sostuvo desesperadamente que los chicos venían de París. Un momento después, cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, el rostro de su madre había cambiado totalmente debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa. La ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol estaba lindísimo, vio el cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro.
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La familia Linio Milagro

La noche ponía un papel muy azul de calcar sobre las ventanas, cuando la familia Linio Milagro se reunía alrededor de la estufa de kerosene en aquel cuarto del piso alto. Es cierto que el hall era frío, con guirnaldas de luces sostenidas por una estatua de mármol; la sala también fría, inexplorada, llena de reverencias de almohadones redondos. El ascensor era el lento refugio, de olor a comida, rodeado de escaleras de madera obscura por donde subían pasos invisibles. Esas regiones frías de los cuartos del piso bajo estaban vedadas y se iluminaban solamente en días de fiestas, de cumpleaños o de casamientos improbables. Reunirse alrededor de una estufa de kerosene era tan indispensable para la familia Linio Milagro como el almuerzo de mediodía. Las seis hermanas llevaban tricotas verdes de diferentes tonos, verde veronés, verde esmeralda, verde nilo, verde aceituna, verde almendra y verde mirto; las seis recogían alabanzas por haber tejido las tricotas ellas mismas, las seis llevaban el mismo peinado, las seis hablaban al mismo tiempo de la última adquisición de un sombrero adornado con cintas pespunteadas de vidrio, hasta que se fueron levantando de las sillas y dejaron el cuarto vacío frente al retrato de un antepasado vestido de cazador con un fusil en la mano y con un perro sentado a los pies. La compra de un terreno alteraba de vez en cuando la tranquilidad de esa familia que no paseaba más que en paisajes de films, coloreados, eternamente tristes: colores azules y verdes se estiraban sobre cielos de campanarios amarillos de un sol poniente embalsamado. Aurelia no había tejido ninguna tricota; era ella la hermana que provocaba secretos, gritos contenidos dentro de los cuartos cerrados, discusiones terribles a la hora de las comidas, siestas larguísimas en invierno; era ella la causante de los sueños atrasados. ¿Desde cuándo? Desde que empezaba el recuerdo de esas seis hermanas. Aurelia envuelta en gasas de automovilista antigua bajaba las escaleras a las cuatro de la mañana, encendía todas las luces de la sala y tocaba el piano perpendicular, con los pedales incesantes arrastrando las notas. Espaciosos misterios cubrían esa música nocturna que se despertaba en el sueño de Aurelia y en los desvelos de sus hermanas. Un día, después de un largo conciliábulo de familia donde crecieron hermanas víctimas de furiosos insomnios, resolvieron cerrar el piano con llave. Esa noche, a las cuatro de la mañana oyeron golpes de muebles y vidrios rotos. Cuando llegaron a la sala, Aurelia estaba tendida en el suelo con las manos ensangrentadas de espejos rotos, los ojos cerrados. Cinco hermanas aterrorizadas abrieron el piano y perdieron expresamente la llave debajo de un mueble. De esto hacía ocho años silenciosos sin protestas por la cuestión del piano. Silvana Ocampo Cuentos Completos I 42 Concluida la hora de la comida subían las voces con sonoridad cotidiana de merengue. Todas se acostaron temprano esa noche. Las horas más distantes estaban cerca en los sueños y caminaban abrazadas. Antes de cerrar los ojos sintieron que Aurelia ya estaba en el piano. Pero no. La noche era muda. Un extraño olor a papeles quemados se introducía en los cuartos ribeteando de fuego el silencio. La casa se envolvía en humo negro. La familia entera saltó de las camas y se precipitó a extraer abrigos, calzones y zapatos de los armarios. Eran las cuatro de la mañana, Aurelia se adelantaba hacia al piano; tuvieron que arrastrarla hasta la puerta de calle. Las llamas crecían, los vecinos llamaron a los bomberos. Todo el mundo se asomaba por las ventanas para ver el incendio, pero los ojos de Aurelia nadaban remontando corrientes remotas de música. La familia Linio Milagro, acurrucada en un rincón de la calle miraba el espanto de las llamas. Nadie se dio cuenta de que Aurelia faltaba. Las llamas subían con intención de lamer el cielo, las paredes se derrumbaban, y de pronto se oyó el piano, la música de siempre, imperturbable en la noche. "¡Aurelia!", "¡Aurelia!" La casa estaba asegurada, la casa era vieja, nadie la había querido alquilar: una tímida esperanza de un incendio provechoso surgía en las cabezas. "¡Aurelia!", "¡Aurelia!" Aurelia no estaba en ninguna parte, sólo el piano se oía, apagándose con el fuego creciente. Aurelia no se salvó del incendio. Envuelta en sus gasas de automovilista antigua, murió como Juana de Arco, oyendo voces. La familia Linio Milagro, perseguida por el piano de las cuatro de la mañana, se mudó infinitas veces de casa.

Silvina Ocampo. (1999) Cuentos completos. Emecé. Buenos Aires. Pp.16-17/40-41

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La soga


Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Estos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.” La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor. Si alguien le pedía: —Toñito, préstame la soga. El muchacho invariablemente contestaba: —No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En lo barco, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizo con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía. Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas. Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedioó. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo le vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.


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