A raíz de la visita al Museo del libro y de la lengua ( Ver Nuestras visitas por la ciudad cultural) y por el Centenario del nacimiento de Julio Cortázar... armamos rayuelas, improvisamos el movimiento a partir del trabajo con pulóveres y leímos cuentos del gran escritor.
Video inspirado en el cuento No se culpe a nadie, de Julio Cortázar.
Y aunque unos años antes, este cuento, creo yo, fue inspirado tras las lecturas de Cronopios o de algún otro cuento cortazariano. Y su autora lo presentó a un concurso literario. Eso sí, no sabemos qué pasó con él.
¿Quién se robó mi
beso?
-¿Quién
se robó mi beso?- dijo Clara al despertar.
-¡No
puede ser; alguien lo tiene que tener! En algún lado o…
El
resplandor del cielo la sacudió. Recordó el libro de autoayuda sobre la mesita
de luz. Despegó su cara del flequillo, respiró, suspiró y se levantó.
La
mañana, momento aquel en que algunos seres, sobre todo los que no quieren que
les hablen hasta después del desayuno, deben decidirse y asumen la extraña
tarea de olvidar la masa onírica y arraigarse a la realidad.
Pero
Clara no podía olvidar, tal vez ése era su problema con los hombres.
Aquella
sensación y el estupor la acompañaron toda la mañana. Cada minuto aumentaba su
autoconvencimiento: alguien o algo era el culpable de su infortunio.
Estampitas,
identikits y fotos carnets desfilaron incesantemente por su cabeza. A la par,
su frente iba frunciéndose, sus ojos se achinaban y se le formaba una trompa.
¡Pum-Pum!
Los golpes sobre la expendedora trabada de boletos por su confeso protector, el
colectivero, la despabilaron. Miró por la ventanilla, el tránsito avanzaba y
vislumbraba la figura en alto de Plaza Italia. La señora de enfrente tejía y un
muchacho, de espaldas, llamó su atención. Su nuca; ésa era la razón de su
llamado. ¡Umm!, se dijo. Y clavó los ojos en esas cervicales. Una pregunta vino
a su mente y se rió.
La
gente pasaba y entorpecía su visión. Él era castaño, alto y llevaba una mochila
azul en su hombro derecho. Poco podía ver de aquel perfil; su imaginación
completaba el resto.
Ya
suspiraba, cuando el señor del portafolios realizó el ademán de bajar, y debió,
cortésmente, pararse. Hecho que, sin lugar a dudas, aprovechó para espiar desde
otro ángulo a su afortunado. Clara dudó qué asiento tomar. El colectivo se iba
vaciando, eligió la ventanilla. Muchos bajaron por el subte. La mochila se
escondió, el hombre giró, el torso apareció y … ¡Vio el rostro! Picardía y
labios apretados fue su accionar. ¡Qué ojos!, pensó.
El muchacho
se acercaba al fondo, ella acomodó sus brazos. Bien sabía que hay que demostrar
una actitud abierta y comunicativa, por lo que descruzó sus brazos, ahora no
sabía dónde ponerlos.
Lo
miraba tratando de adivinar o captar la historia de su vida. Por supuesto, que
no llevaba anillo en el anular izquierdo, lo observó con antelación, cuando se
tomó del pasamanos. Esto la inquietaba un poco, pasado los años, o mejor dicho
sus años, debía preocuparse en no saltear este detalle. Esto la decepcionaba,
era la marca del mandato social cumplido solo para algunos.
Al
acercarse, él la miró sin pasearse por los demás rostros. ¡Iupi!, había
conexión. Se avergonzó, bajó un instante la vista y volvió a mirarlo. Pasó a su lado y se sentó detrás.
Clara
bajó los hombros y miró el asiento vació a su derecha. Ella bajaría en pocas
cuadras, ya no había chances de conversación. Rápidamente, miró su reloj
pulsera, hizo el esfuerzo calculando y recordando los horarios; tal vez podría
volver a cruzarlo. La esperanza no estaba perdida. Esa era su actitud mientras
descendía los escalones y se apresuraba hacia el trabajo.
De
regreso, con la cabeza aturdida por su jefe, los papeles y los apretujones del
viaje, llegaba a su casa recordando las compras a realizar:
-Lechuga,
limpiador de baño, un pin macho grueso para la antena de la tv y …
Ladró
Beethoven. ¡Qué alegría la de los dos! ¡Eso! Bastaba un rato
de juego con el peludo amigo y las tensiones del día desaparecían.
A la
media hora, salía a la vereda con la correa suelta en la mano y Beethoven
a los saltos. Hizo las compras, paseó por el barrio y al doblar la
esquina vio el videoclub. Una vez, se había asociado para sacar una película que
no tenían; nunca más fue. Tal vez, no la habían borrado de la computadora
pensó. Ató en el poste a Beeth y entró. Recorrió con sus ojos
grandes cada caja, salteó las de terror y las pornos que estaban arriba de
todo. Preguntó por una comedia francesa, le había dado el pálpito. El chico de
grandes cachetes detrás del mostrador le dijo que no la vio, pero que se la
llevaban seguido. Convencida, la alquiló. Antes de abonar, el gordito le dijo
que de algún lado la conocía y se sonrió. Clara, sin motivo a duda, le contestó,
que probablemente de la cola de la ferretería. Y se fue sonriendo con el dvd en
la mano.
Volvió
a soñar.
-¡Sí,
estoy segura! ¡Se robaron mi beso!- sentenció al despertar. -¡Lo voy a
encontrar!- y rasgó sus ojos.
La
mañana no le costó tanto porque era sábado. Lavó ropa y antes de olvidarse y de
que le cobraran recargo, decidió devolver la película para tener la tarde y noche
libres.
Contenta,
rememorando las palabras dichas al empleado, entró esperando la ocurrencia de aquel
que había prometido acordarse de la razón del supuesto primer encuentro. Él no
habló, acomodaba películas. Ella aprovechó para pispiar el local.
Un
estuche llamó su atención, no sabía decir por qué. Extendió su brazo para
tomarlo, el chico se apresuró y, en el apuro, la empujó. La caja se fue al
suelo junto con las que traía en los brazos. En el rebote, se abrió y el disco saltó
debajo del mostrador.
El
joven ardía con sus cachetes, tensionado pedía disculpas. Clara sintió un
vacío.
La
clientela enmudeció y la observaba con atención. Con extrañeza, escrutó a su alrededor
y el despliegue bajo sí, mientras oía al empleado. Terminado su alegato, comenzó
a recoger velozmente lo tirado. Ella, con los latidos en aumento, miraba cada
estuche acaparado, y allí pudo verlo: era su imagen, era su vida, ¡era su beso
robado!
Albúmina
Imperial
Florencia Zolezzi, 2011
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