Hemos visto nacer el tema fantástico -el nacimiento de una historia- en base a una sola palabra. Pero no ha sido más que una ilusión óptica. En realidad, no basta un polo eléctrico para provocar una chispa, hacen falta dos. Una palabra sola «reacciona» («Búfalo. Y el nombre reaccionó...», dice Montale) sólo cuando encuentra una segunda que la provoca y la obliga a salir del camino de la monotonía, a descubrirse nuevas capacidades de significado. No hay vida donde no hay lucha. Esto se produce porque la imaginación no es una facultad cualquiera separada de la mente: es la mente misma, en su conjunto, que aplicada a una actividad o a otra, se sirve siempre de los mismos procedimientos. Y la mente nace en la lucha, no en la quietud. Ha escrito Henry Wallon, en su libro «Los orígenes del Pensamiento en el
Niño», que el pensamiento se forma en parejas. La idea de «blando» no se forma primero ni después que la idea de «duro», sino que ambas se forman contemporáneamente, en un encuentro generador: «El elemento fundamental del pensamiento es esta estructura binaria y no cada uno de los elementos que lo componen. La pareja, el par son elementos anteriores al concepto aislado.»
Así tenemos que «en el principio era la oposición». Del mismo parecer se nos muestra Paul Klee cuando escribe, en su «Teoría de la forma y de la figuración», que el concepto es imposible sin su oponente. No existen conceptos aislados, sino que por regla son «binomios de conceptos».
Una historia sólo puede nacer de un «binomio fantástico».
«Caballo-perro» no es un auténtico «binomio fantástico». Es una simple asociación dentro de la misma clase zoológica. La imagen asiste indiferente a la evocación de los dos cuadrúpedos. Es un arreglo de tercera categoría que no promete nada excitante. Es necesaria una cierta distancia entre las dos palabras, que una sea suficientemente extraña a la otra, y su unión discretamente insólita, para que la imaginación se ponga en movimiento, buscándoles un parentesco, una situación (fantástica) en que los dos elementos extraños puedan convivir. Por este motivo es mejor escoger el «binomio fantástico» con la ayuda de la «casualidad». Las dos palabras deben ser escogidas por dos niños diferentes, ignorante el primero de la elección del segundo; extraídas casualmente, por un dedo que no sabe leer, de dos páginas muy separadas de un mismo libro, o de un diccionario.
Cuando era maestro, mandaba a un niño que escribiera una palabra sobre la cara visible de la pizarra, mientras que otro niño escribía otra sobre la cara invisible. El pequeño rito preparatorio tenía su importancia. Creaba una expectación. Si un niño escribía, a la vista de todos, la palabra «perro», esta palabra era ya una palabra especial, dispuesta para formar parte de una sorpresa, a formar parte de un suceso imprevisible. Aquel «perro» no era un cuadrúpedo cualquiera, era ya un personaje de aventura, disponible, fantástico. Le dábamos la vuelta a la pizarra y encontrábamos, pongamos por caso, la palabra «armario», que era recibida con una carcajada.
Las palabras «ornitorrinco» o «tetraedro» no habrían tenido un éxito mayor. Ahora bien, un armario por sí mismo no hace reír ni llorar. Es una presencia inerte, una tontería. Pero ese mismo armario, haciendo pareja con un perro, era algo muy diferente. Era un descubrimiento, una invención, un estímulo excitante.
He leído, años después, lo que ha escrito Max Ernst para explicar su concepto de «dislocación sistemática». Se servía justamente de la imagen de un armario, el pintado por De Chirico en medio de un paisaje clásico, entre olivos y templos griegos. Así «dislocado», colocado en un contexto inédito, el armario se convertía en un objeto misterioso. Tal vez estaba lleno de vestidos y tal vez no: pero ciertamente estaba lleno de fascinación. Viktor Slokovsky describe el efecto de «extrañeza» (en ruso «ostranenije») que Tolstoi obtiene hablando de un simple diván en los términos que emplearía una persona que nunca antes hubiese visto uno, ni tuviera idea alguna sobre sus posibles usos. En el «binomio fantástico» las palabras no se toman en su significado cotidiano, sino liberadas de las cadenas verbales de que forman parte habitualmente. Las palabras son «extrañadas», «dislocadas», lanzadas una contra otra en un cielo que no habían visto antes. Es entonces que se encuentran en la situación mejor para generar una historia. Llegados a este punto, tomemos las palabras «perro» y «armario».
El procedimiento más simple para relacionarlas es unirlas con una preposición articulada. Obtenemos así diversas figuras:
el perro con el armario
el armario del perro
el perro sobre el armario
el perro en el armario
etcétera.
Cada una de estas situaciones nos ofrece el esquema de algo fantástico.
1. Un perro pasa por la calle con un armario a cuestas. Es su casita, ¿qué se le va a hacer? La lleva siempre consigo, como el caracol lleva su concha. Es aquello de que sarna con gusto no pica.
2. El armario del perro me parece más bien una idea para arquitectos, diseñadores o decoradores de lujo. Es un armario especialmente ideado para contener la mantita del perro, los diferentes bozales y correas, las pantuflas anti-hielo, la capa de borlitas, los huesos de goma, muñecos en forma de gato, la guía de la ciudad (para ir a buscar la leche, el periódico y los cigarrillos a su dueño). No sé si podría contener también una historia.
3. El perro en el armario, a ojos cerrados, es una posibilidad más atractiva.
El doctor Polifemo regresa a casa, abre el armario para sacar su batín, y se encuentra con un perro. Inmediatamente se nos presenta el desafío de hallar una explicación a esta aparición. Pero la explicación no es tan urgente.
Resulta más interesante, de momento, analizar de cerca la situación. El perro es de una raza difícil de precisar.
Tal vez es un perro de trufas, tal vez es un perro de ciclámenes. ¿De rododendros...? Amable con todo el mundo, mueve alegremente la cola y saluda con la patita, como los perros bien educados, pero no quiere saber nada de salir del armario, por más que el doctor Polifemo se lo implore. Más tarde, el doctor Polifemo va a tomar una ducha y se encuentra otro perro en el armarito del baño. Hay otro en el armario de la cocina, donde se guardan las ollas. Uno en el lavavajillas. Uno en el frigorífico, medio congelado. Hay un caniche en el compartimiento de las escobas, y hasta un chihuahua en el escritorio. Llegado a este punto, el doctor
Polifemo podría muy bien llamar al portero para que le ayudase a rechazar la invasión canina, pero no es esto lo que le dicta su corazón de cinófilo. Por el contrario, corre a la carnicería para comprar diez kilos de filete para alimentar a sus huéspedes. Cada día, desde entonces, compra diez kilos de carne. Y así comienzan sus problemas. El carnicero comienza a sospechar. La gente habla. Nacen los rumores. Vuelan las calumnias. Aquel doctor Polifemo... ¿no tendrá en casa algunos espías atómicos? ¿No estará haciendo experimentos diabólicos con todos aquellos filetes y bistecs? El pobre doctor pierde la clientela. Llegan soplos a la policía. El comisario ordena una investigación en su casa. Y así se descubre que el doctor Polifemo ha soportado inocente tantos problemas por amor a los perros. Etcétera.
La historia, en este punto, es sólo «materia prima». Trabajarla hasta el producto acabado sería el trabajo de un escritor, y lo que aquí nos interesa es poner un ejemplo de «binomio fantástico». El disparate debe permanecer como tal. Ésta es una técnica que los niños llegan a dominar con facilidad, con no poca diversión, como yo mismo he podido comprobar en tantas escuelas de Italia. El ejercicio bien entendido tiene una gran importancia de la que hablaremos más adelante, pero sin olvidar la alegría que proporciona. En nuestras escuelas, hablando generalmente, se ríe demasiado poco. La idea que la educación de la mente deba ser una cosa tétrica es de las más difíciles de combatir. Alguna cosa sabía Giacomo Leopardi cuando escribía, en su Zibaldone, el 1. ° de agosto de 1823: «La más bella y afortunada edad del hombre, que es la niñez, es atormentada de mil modos, con mil angustias, temores, fatigas de la educación y de la instrucción, tanto que el hombre adulto, incluso si se encuentra en la infelicidad..., no aceptaría volverse niño si había de pasar por todo lo que en su niñez ya pasó.»
...
...
Los
zapatos Luz, la luz de la ciudad
Ella
es una señorita muy elegante. Siempre se la ve espléndida y radiante. Todas las
noches, al caer el sol, recorre la ciudad con sus blancos zapatos. En su camino
va dejando destellos de luz por cada rincón. En todos los hogares es muy bien
recibida y la esperan con gran entusiasmo. Su visita siempre es puntual. A las
siete de la tarde, ella está. Le gusta
vestirse con ropas claras, bien luminosas y de telas suaves. Ama sus zapatos,
de tacos altos y puntas doradas. Tiene un guardarropas muy amplio, pero siempre
elige los mismos cambios. Sobre todas las cosas, ella adora esos zapatos, los
que le regaló su madre cuando le heredó su trabajo. No son unos zapatos
normales. Éstos le dan la energía que necesita para llenar de luz a toda la ciudad.
Una
tarde, mientras se preparaba para salir, fue en busca de esos zapatos. Ubicó su
caja y la abrió. Y de repente, un escalofrió le recorrió la espalda. Los
zapatos de Luz, no estaban. ¿Quién se lo había llevado? ¿O a caso se los había
olvidado por algún lado? Luz no dejaba de pensar cómo iba a hacer para encender
todas las luces de la ciudad en unas pocas horas. Rápidamente corrió por toda su
habitación, buscando en cada hueco, en cada cajón o caja que apareciera en su
camino. Pero no tuvo suerte, los zapatos no aparecían. Iba y venía como una
ráfaga, con tantos nervios que su pelo había comenzado a chispear.

En
ese instante, un sonido a agua y el leve canto de su madre la desorientaron. “Debería
estar viajando, ¿qué hace en casa?”, pensó, y siguió el camino que el sonido le
proponía. Así llegó al patio, donde su madre estaba lavando algunas prendas. En
eso vio a sus adorados zapatos.
-¿Qué
hacen acá mis zapatos? Casi muero de pánico, pensé que los había perdido- dijo
Luz.
Su
madre soltó una carcajada y le respondió:
-
Vi que estaban muy sucios y los puse a lavar. Vaya a saber a dónde te habrás
metido para dejarlos así. Debes cuidarlos más; si no brillan su luz se apaga, y
no quiero imaginarme el tremendo reclamo de la gente de la ciudad.
Sin
decir una palabra, Luz se alejó. Más allá del reto, respiró aliviada, ya no
sentía ese nudo en la garganta. Más tranquila, ahora, se dispuso a elegir qué
cambio de ropa usaría esa noche para conquistar faroles.
Carnovale
Eva, 2015
...
El reino de Yisa y los Zapatos
En una noche oscura, bajó del cielo una luz brillante, que sin tocar el
patio de la casa de Bianca empezó a iluminarse cada vez más. Así sucedió
por varias noches.
Bianca es una niña de tan solo ocho años que vive en un lujoso barrio
rodeado de enormes casas y grandes arboledas, junto con su familia y su
mascota.
Como todos los días, se levantó para ir al colegio. En ese preciso
instante, se dio cuenta de que no tenia zapatos para ponerse; Entonces llamó a
una amiga y le preguntó:
- Juana, ¿ vos te llevaste mis zapatos?
Le respondió:
– No, Bianca, no los tengo, pero tampoco
tengo los míos. No sé qué es lo que está pasando.
Esa misma noche, Juana se quedó a dormir
en la casa de Bianca y las dos se mantuvieron despiertas para ver quién robaba
los zapatos.
Cuando se hicieron las doce, vieron por la ventana que del cielo bajaba
una luz; era extraordinaria, daban ganas de tocarla. Sin perder tiempo, Juana y
Bianca corrieron hacia a ella pensando que no llegarían. Una decidió sostenerse
del extremo de un cordón que colgaba y junto con él fueron absorbidas por sus
rayos.
Llegaron a un mundo mágico, donde fueron recibidas por la reina Yisa
Al llegar a ese mundo, Juana y Bianca, estaban asustadas porque no sabían dónde estaban.
Yisa les contó lo que ella hacía:
- Todas las noches me llevo los zapatos y los meto en la fuente llena de
pócimas mágicas, la cual hace que ellos
puedan hablar conmigo y contarme los problemas que tienen sus dueños, y
así poder ayudarlos. Cuando encontramos la forma correcta vuelven a sus dueños
llenos de energía y felicidad.
Yisa fue en busca de los zapatos de Juana y de Bianca, se los entregó y les dijo:
–Cuídenlos porque ellos siempre van a
estar con ustedes.
Juana le preguntó:
– ¿Vamos a volver a verte?
Ella le contestó:
– Cuando sea el momento, sí.
Y sopló sobre ellas un polvito mágico
que las hizo volver a su casa.
Al día siguiente, cuando se despertaron,
se miraron sonrientes, se cambiaron y hablaron todo el viaje hacia el colegio
sobre Yisa, la Reina de los Zapatos.
Roldan Yamila, 2015
...
...
Zapatitos de
luz
“Los ZAPATOS que cuando se usan dan LUZ a la vida de las personas. Pero no pueden usarse más de una vez a la semana. Habrá que combinar la magia del zapato con la experiencia y perspicacia de su dueño para vivir con luz.
Cuesta conseguirlos. No se venden en zapaterías, no se compran con plata”.
Una mañana, Anita se levantó muy asustada y gritó tan fuerte que su madre corrió a su cuarto preocupada para ver qué le sucedía. Al verla, sentada en su cama, la mamá le dijo:
- ¿Qué te pasa hija?
- Mamá, no puede ser lo que soné, no es posible…Imaginé que no podía tener esos maravillosos zapatitos que dan luz con sólo usarlos, que hacen felices a las personas.
- ¿Otra vez con esto, Ana? Te dije que te saques de la cabeza esos zapatos. Ya tenés 11 años, no podés creer que de verdad pueda existir tal cosa-explicó la madre.
Anita suspiró, y en sus ojos se vio una tristeza que dejó sin palabras tanto a la niña como a su madre.
Como todas las mañanas, la nena se levantó, se vistió, desayunó y salió para su escuela, acompañada de su hermana mayor. Al llegar, se topó con su amiga Julieta, que le dijo algo al oído:
- ¡No vas a poder creer lo que tengo para contarte!..
-Dejá de hacerte la misteriosa y decime- le pidió Anita con tono de cierto enojo.
-Sé a dónde van a estar entregando los “zapatos de luz” la semana próxima- Tragó saliva para seguir charlando- En la feria artesanal de la plaza de Villa Pueyrredón.
- ¡Julieta, soy una genia! – exclamó-Tenemos que ir hasta allá, sea como sea. No sé ni dónde queda ese lugar, pero vamos a estar ahí, te lo afirmo como que me llamo Ana Paula Freire.
Hasta que llegó el gran día, la pequeña adolescente no paró de pensar en esos zapatitos, que sólo había visto en revistas y en páginas de internet. No podía creer que iba a estar tan cerca de ellos. Sin embargo, Ana sabía que no era tan simple obtenerlos. Desconocía qué iba a pedir a cambio su dueño por el uso de los mismos…
Cuando el
sol empezaba a salir, y la luz pegaba en esos pequeños zapatos, algo extraordinariamente
raro comenzaba a suceder…
Esta es la historia de Maria Pía, la niña que
soñaba con crecer aunque sea unos pocos centímetros más (ya que ella no era de
gran altura). Cansada de ser la primera en la fila, la que siempre recibía las burlas de sus
compañeros y la que para escucharla tenía que subirse arriba de una silla y
gritar para poder hablar. Maria Pía decidió hacer algo para cambiar eso que tan
mal la ponía.
Intentó con todo: por semanas, comió toda la
comida y se terminó toda la sopa como su mama quería, hacía las tareas del
colegio y hasta dejó de hacer travesuras, con lo mucho que le gustaban. Pero
nada funcionó, Maria Pía no creció ni medio centímetro.
Cansada, decidió
revisar todos los cajones de su casa, empezando desde la cocina hasta la
terraza. Encontró cajas, ropa usada, utensilios, pero nada que le sirviera para
crecer. Cuando los lugares de la casa se le terminaban y la aguja se acercaba a la hora de
comer, se dio cuenta de que no había revisado el sótano. Y allí fue, bajó y
empezó a revisar. Revisó por acá, revisó por allá, pero nada… Hasta que en una
esquinita encontró una caja llena de
polvo, sucia, muy sucia. Rápido corrió a abrirla. ¿Y saben lo que había adentro?
Unos zapatitos, unos relucientes zapatitos, que nadie, hubiese pensado que
dentro de tan fea caja podrían estar guardados esos bonitos zapatos.
-¡¡A
COMER!!! ¡¡A COMER!! ¿Dónde estabas Maria Pía? No te dije que no fueras al
sótano? -Exclamo la madre, enojada.
-Si mamá,
millones de veces me lo dijiste. Pero… pero… nada, mejor comamos- Respondió
Maria tratando de evitar el tema.
Y Maria Pía
esa noche terminó toda su comida callada, no dijo ni mu, porque claro, si ella
le decía a su mamá que estaba en el sótano, ese lugar prohibido para ella, y
encima buscando una solución para dejar de ser petisa la iba a tratar de loca.
Entonces decidió hacer buena letra, no hablar, comer todo y hasta hacer la
sobremesa.
Cuando se hizo la hora de ir a dormir, Maria
Pía se acostó, esperando que su mamá se durmiera para poder volver al sótano a
buscar esos lindos zapatitos. Cuando por fin se durmió, sigilosamente María se
levantó y allí se dirigió, agarró los zapatitos y sin hacer ningún tipo de
ruido volvió a su habitación.
Se puso uno,
se puso el otro y comenzó a desfilar mientras se miraba en el espejo,
dio muchas vueltas, iba de acá para allá, hasta que cansada se recostó y se
quedó dormida.
En la mañana siguiente la luz radiante del
sol entraba por su ventana, era un día
hermoso. Se levantó como nunca, con muy buen humor, se cambió, se puso los
lindos zapatitos que había encontrado y bajó a desayunar hasta que se hizo la
hora de ir al colegio. Los rayos del sol eran muy fuertes, y en la calle no
había un solo lugar con sombra.
Y así fue cómo de repente Maria Pía comenzó a
crecer, primero un centímetro, después uno más, y otro. Hasta que para poder mirarla
había que mirar al cielo. Maria no entendía qué era lo que estaba pasando,
estaba preocupadísima y quiso ir corriendo a donde estaba su mamá. Pero a cada
paso que daba algo que rompía. Cuando por fin llegó, luego de destrozar
medio Buenos Aires, Maria le exigió explicaciones a su madre.
- ¡Mírame
mamá! ¿Qué me pasa? ¡Soy gigante! -le decía muy preocupada.
Su madre
entre risas le pregunto:
-¿No te dije que no fueras al sótano? Y encima sacaste esos zapatos que ni siquiera son tuyos, Maria!
-¿No te dije que no fueras al sótano? Y encima sacaste esos zapatos que ni siquiera son tuyos, Maria!
La mama le
contó que esos zapatos estaban guardados ahí porque hacía muchos, muchos años se
los había comprado a un viejito que vendía
zapatos ambulantes, que eran mágicos y los más lindos que
tenía.
-Yo, como vos, tenía el mismo problema, de chiquita era muy petisa- le contaba- Y claro, mi sueño era ser la más alta del grado, ser la última de la fila, que mis amiguitos no se burlaran de mí; entonces decidí comprarlos, pero de nada sirvieron, porque si en verdad deseas mucho algo, eso sucede sin tener que ponerte ningún zapatito.
Y así fue cómo Maria comprendió que no necesitaba unos zapatitos para ser más alta. Se los sacó, los volvió a guardar en su caja y los puso donde estaban. Y nunca, nunca más volvió a quejarse de su altura.
-Yo, como vos, tenía el mismo problema, de chiquita era muy petisa- le contaba- Y claro, mi sueño era ser la más alta del grado, ser la última de la fila, que mis amiguitos no se burlaran de mí; entonces decidí comprarlos, pero de nada sirvieron, porque si en verdad deseas mucho algo, eso sucede sin tener que ponerte ningún zapatito.
Y así fue cómo Maria comprendió que no necesitaba unos zapatitos para ser más alta. Se los sacó, los volvió a guardar en su caja y los puso donde estaban. Y nunca, nunca más volvió a quejarse de su altura.
Yanina Bonelli, 2015
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Era un día muy común,
cuando Juan salió a pasear por el barrio en bicicleta. Recorrió todas las calles de Barracas y fue hasta la plaza.
Cuando llegó Se encontró con un perro todo sucio, con muchas ganas de jugar, No
lo dudó ni un segundo y se pusieron a correr alrededor del parque,
Después de un rato, se lo llevó a la casa. Le
contó a su mamá; a ella no le gustó mucho la idea y los mandó a bañarse porque
estaban llenos de barro.
Cuando lo terminó de bañar, Juan pensó en un nombre y lo llamo Kongo.
Todo bañado y elegante Kongo quedó muy lindo. Por fin encontró una familia que
lo quiera y lo cuide.
En el
mundo de los árboles, todos daban frutos, pero un día...no se sabe cómo entro
un hombre con sombrero, perdido no sabía por qué motivo se encontraba allí,
desesperado y sin aliento, se sentó a descansar, aburrido se quedó dormido con
su sombrero puesto sobre uno de los árboles que escaseaba de frutos, al
despertar, el fruto era él. Desesperado grito y grito, pero nadie lo escucho.
Cansado
se volvió quedar dormido. Al despertar se dio cuenta de que todo había sido un
sueño, él no era el hombre, sino que era el árbol de los sombreros, quien solo
había tenido un mal sueño, porque él no daba frutos maduros, daba frutos de
sombreros.
Y aquí
comenzó otro problema, porque si bien, él era el árbol más destacado de todos
los árboles de ese mundo, se sentía diferente después de aquel sueño. Comenzó a
sentir temor de dormirse y soñar. Y fue así que no durmió por noches. Esto hizo
que sus frutos, los sombreros, perdieran su verdadero color y textura.
Preocupado, su amigo el limonero, le preguntó:- ¿Qué te pasa sombreritos?...-
El árbol
de los sombreros le contó qué le estaba sucediendo. Su amigo, el limonero, tan
ácido como de costumbre, le dijo que no fuese llorón porque no era sauce, que
lo único que lo asimilaba al hombre era su capacidad de soñar y el miedo que
ahora le sentía él. Por ello los hombres no iban a entrar nunca a ese mundo,
excepto por los sueños, porque este era el mundo de los árboles. Siguió
diciéndole que no temiera, que viera sus
frutos que perdían vida por no dormir, porque sus frutos se alimentaban de sus
sueños.
Al escucharlo el árbol de los sombreros
entendió que lo que decía su amigo era verdad, fue así como su otro amigo, el
árbol de tilo, le dio un té de su fruto y se tranquilizó para poder dormir como
un bebé por la noche.
Al
siguiente día, amaneció sonriente y sus frutos radiantes. Había dormido y
soñado toda la noche, sus amigos se acercaron para preguntarle cómo estaba.
Le confesó
a sus amigos, que en un momento se acordó de lo que le dijo el limonero,
aquello por lo cual se asimilaba a los
hombres era su capacidad de soñar, les dijo que era cierto, pero que en un
momento ese mundo fue uno solo y eso fue lo maravilloso del sueño.
Finalizo
diciéndoles que así como los hombres creen que los árboles mueren de pie. Él
creía, como árbol, que los hombres también vivían de sueños.
...
El cielo está oscuro, casi tanto como el color negro más negro de todos, es así que el sol ni se anima a salir, parece que le tiene miedo a la oscuridad. Yo me encuentro aquí tirada en medio del patio, media chamuscada y un poquito sucia. Nadie me agarra, tampoco me ve, me parece que hoy no va a ser mi día de suerte. Solo falta que me empape si se larga a llover. Pero de repente, suena un fuerte ruido al que le sigue un sospechoso silencio, de a poco miles de gritos y pasos fuertes se comienzan a oír, cada vez los siento más y más cerca. Los escucho venir. Cientos de pasos, gritos, carcajadas, se acercan hacia mí, me pasan por al lado, algunos me patean, pero todavía nadie me agarra para jugar conmigo.
De repente una de las vocecitas exclama: “¡Acá encontramos algo para jugar chicos. Una Lata!”. Me agarran y ahí comienza mi travesía, me sentía un pájaro volando por los aires de acá para allá y de allá para acá. Me lastimo un poco, pero no me importa, estoy feliz jugando con ellos. La verdad que estaba equivocada. Si fue mi día de suerte.
Por delante de él pasaban botas y zapatos de cuero, alpargatas y zapatillas de lona, pero ninguna mirada proveniente de los dueños de esos calzados se detenía a observar.
El hombre seguía en la suya, la lata que se encontraba abollada junto a sus pies parecía vacía, así como el interés de aquellos atolondrados pasos.
Cuando parecía que nada en esa calle cambiaria una mirada se detuvo, luego otra y así algunas mas, de repente el fondo negro de esa lata se torno de un dorado reluciente. El hombre seguía igual que siempre, como al principio del día, con la misma pasión por lo que hacia.
Melisa Oliverio, 2013
...
Y ese día amaneció negro, los árboles, la calle, los autos, hasta los perros se veían negros, una gran nube cubría la ciudad, todos se chocaban entre si , nadie podía ver hacia donde tenía que ir, se chocaban las puertas porque no veían como abrirlas, no sabían si desayunar, almorzar o merendar, algunos se volvieron a dormir y otros decían que había que levantarse, pero no se sabía quién tenía razón porque no se podía ver la hora, no se veían los ríos, las montañas, no se veía el cielo, no se veía el sol.
Los habitantes corrían desesperados, no sabían a donde, pero corrían, querían guardar sus cosas sin saber donde, porque no se veía, pero guardaban.
Y al otro día salió el sol.
Todos comenzaron a arreglar el desastre que había dejado el fenómeno natural, que no sabían cómo llamar, seguían asustados y sorprendidos.
Cuando su mamá se lo pidió Adrián se levantó de su sillón y vació la lata que hacia unas horas se había llenado de hollín.
Silvina Martinez, 2013
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Era una tarde negra, oscura, triste, lluviosa… me sorprendió caminando rumbo a mi casa. Luego de caminar unas cuadras, un niño llamo mi atención debido a su aspecto humilde y porque a pesar de la lluvia sostenía una lata pidiendo a quien pasara algo de dinero.
Esa imagen hizo que por unos instantes todo dejara de existir y solo lo viese a él. La gente pasaba por su lado apurada y nadie se detenía. Me acerque y le pregunte que necesitaba, si tenía hambre, frío o simplemente necesitaba dinero. Le ofrecí mi abrigo y el lo acepto; charlamos un rato, me contó porque estaba allí y que afortunadamente asistía a la escuela por la mañana.
Luego de nuestra charla, me despedí y le dije que seguramente nos volveríamos a ver, deje plata en su lata, la cual me había contado que estaba decorada por su hermanita, se encontraba llena de stickers con soles y flores; y a pesar de que a él mucho no le agradaban los dejaba para acordarse de ella.
Y me fui a mi casa pero con extraños sentimientos que se encontraban.
Antonella Bonino, 2013
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Construir el binomio fantástico enlazando
dos sustantivos con conectores, de modo de que quede el título para un cuento
fantástico.
El
sótano bajo la armadura
Una mañana de aquellas que aún acarician con su
rocío, me hallaba con mi taza de té recién hecho en el jardín trasero de la
casa de mis padres.
Mientras, paseaba, charlaba con las plantas, las
acomodaba y en ocasiones algún recorte les hacía, así crecerían con más fuerza.
Siempre con ese reflejo de sol que encandila
cuando da de frente y suaviza el frío con sabio calor.
Pero esa mañana, en la que todo eso sucedía, me
dejé llevar por un huequito que me miraba, desde abajo, fijo… Una ventana en la
parte baja de la casa de mis padres me estaba observando, y no pude evitar
sentir la curiosidad que me proponía.
La miré y la miré por largos ratos, cada día y
cada mañana. Contemplaba esa ventana que algo decía, como ojos profundos, con
una angustia y una soledad difícil de calmar.
Jamás pude llegar al fondo de ella, pues, su
interior era un sótano cuya puerta no era más que un sinfín de candados, como
armaduras evitando que fuera penetrado.
Horas pasé sentada en esa puerta, apoyando mis
oídos esperando escuchar qué tenía para contar, pero nunca intentó ni siquiera
susurrarme.
Nunca conté esto a nadie, creo que ni a mis
padres… Ellos, aunque padres amorosos, escondían algo en sus miradas que me
despertaba cierta intriga, como algo oscuro de lo que no podrían librarse
jamás.
¿Será ese sótano el que esconda las respuestas a
esas miradas vacías?
¿Qué habría
ocurrido si yo osaba preguntar algo sobre aquella ventana, aquel sótano,
aquella soledad?
No me imagino.
Quise espiar por esa ventana y descubrir una
minúscula pista que desempañara mis dudas, pero cuando me acerqué y puse los
ojos cerca, sólo pude ver unos vidrios rasgados y una capa de polvo que llenaba
de color grisáceo mis pupilas.
¿Estará bien buscar en el pasado de ese sótano con
armadura?, Me preguntaba una tarde mientras tomaba un té sentada en la puerta
de mi casa.
Seguí pensando en ella, nada podía quitármela de
mis pensamientos, generaba hipótesis escasas, no contenía ninguna información
concreta para ellas, pero quedarme en la nada era más desesperante.
Esas hipótesis, anotaciones, indicios y preguntas
las llevaba conmigo a todas partes, incluso a aquel viaje de negocios a Chile, allí
estuve un mes, un mes intenso, eterno, cómo podía concentrarme en el trabajo
cuando algo estaba tan latente en otro lado, llamándome.
Ni bien llegué a Buenos Aires tomé un taxi a casa
de mis padres, claro quería visitarlos pero más quería saber si finalmente esa
ventana me hablaría.
Jamás podré entender qué sucedió, cómo alguien
sospechó de mi sospecha.
El escenario fue tan distinto, esa ventana que
tanta pena transmitía, esa puerta que se armaba de candados, todo no era.
La ventana resplandecía transparente como el agua,
la puerta era libre, nada la presionaba ni la invitaba a callar, corría un aire
fresco por el espacio, se iluminaba todo con los rayos del sol.
Pero, ese sótano…. No era aquel sótano, no el que
yo conocí.
Me dirigí a mis padres y con actitud de
desinteresada les pregunté por el sótano, ése que no sabía que existía y
después de tantos años lo descubrí, e increíblemente me dijeron que yo ya lo
había visitado, que siempre voy a tomar té y a leer ahí cuando llueve, dicen
que me gusta estar ahí para observar los pies de la gente que pasea por el
parque. Yo… no les creo, nunca estuve ahí, yo no lo vi…
Algo ocurría, pero traté de dejarlo ahí y decir
que me dolía la cabeza, para excusarme y salir.
Paseé y pensé, días, semanas, meses…Aún hoy, años
más tarde, sigo pensando en esa ventana, en esa puerta, esos candados, en ese
sótano bajo la armadura. Buscando descifrar qué esperaba develar o qué lo
mantuvo en la soledad. Sigo observando esa ventana, su única oportunidad de
alcanzar el mundo exterior, de dejar entrar aunque sea un hilito de luz, un
poco de calor.
Qué habrá querido decir, qué habrá albergado… que
habrá espiado desde esa ventana con aire nostálgico, buscando un poco de
compañía desde un rincón…
¿Habré sido
yo y el reflejo de mi soledad?
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